Educando al ciudadano
En la terminología de la gestión de empresas, todo acontecimiento -una guerra, la aparición de un competidor, un invento- contiene en potencia oportunidades y amenazas; el buen gestor aprovecha las primeras mientras esquiva las segundas.
Resulta que, al aplicar este esquema tan rudimentario al análisis de la pelotera recurrente sobre las asignaturas de religión y educación para la ciudadanía, descubre uno con sorpresa que cada uno de los dos equipos en liza -el Gobierno y la jerarquía de la Iglesia católica- parece empeñado en marcar un gol en portería propia: porque, bien mirado, suprimir la obligatoriedad de la enseñanza de la religión es una magnífica oportunidad que la Iglesia no debería desaprovechar, mientras que, para nuestros martillos de creyentes, partidarios de la laicidad a ultranza, la necesidad de diseñar, dotar de contenido a la nueva asignatura y enseñarla puede ser una amenaza para la posición intelectual, un tanto cómoda, de que disfrutan por aquí.
Empecemos por la oportunidad: el lector, creyente o no, admitirá sin dificultad que no sacó gran provecho de las muchas horas pasadas en clase de religión durante su bachillerato. Poco importa que el profesor fuese docto y entusiasta -muchos lo eran- o que la materia -teología dogmática, ética o historia de la Iglesia- fuera o no interesante: el lector sabía que se trataba de una asignatura de relleno; nunca le preguntaban en su casa qué nota había sacado, ni le decían que aquello sirviera para algo; sabía que, aunque la materia era evaluable, ni le iban a suspender, ni le iban a reñir si le suspendían: era, naturalmente, una maría.
La razón profunda de esa colosal pérdida de tiempo es bien sencilla: la religión no es reducible a un cuerpo de doctrina que pueda tomar forma de asignatura. Más aún: en los años en que se forma la personalidad, la doctrina no es siquiera el elemento principal en la educación religiosa; importan mucho más el ejemplo personal, las actividades en común -sin excluir las litúrgicas y sacramentales-, la oración y las buenas obras; son éstos, y no las clases, los vehículos por los que el Catecismo aprendido de niño madura, si acaso, en algo sólido propio de un adulto. Como nada de esto puede enseñarse en una clase -a menos que se trate, claro está, de un seminario destinado a la formación de clérigos-, ¿no sería preferible que la Iglesia se liberara de la pesada carga de imponer su presencia allí donde no es bienvenida y concentrara sus esfuerzos en dar una verdadera educación religiosa a quienes la deseen, probablemente fuera del ámbito de la escuela pública o concertada?
Naturalmente, eso ya se hace, mejor o peor, a través de innumerables asociaciones vinculadas a centros de enseñanza; pero cabe pensar que, al dejar de imponer su presencia por un medio -la clase de religión- ni muy popular, ni de gran utilidad para el verdadero propósito de la Iglesia, ésta dejaría por fin de permitir que siguiéramos identificando religión con clase de religión; y se granjearía con ello la simpatía de muchos, creyentes o no, que no comparten su empeño en aparecer como la guardiana de un mensaje a veces disecado.
Pasemos a la amenaza: liberados los espacios horarios exigidos por la nueva asignatura, ¿con qué van a llenarlos nuestros ilustrados? A primera vista, sobra materia: de la multiculturalidad a la sostenibilidad, de la tolerancia a la no discriminación, de la honestidad fiscal y financiera a los buenos hábitos dietéticos, sin olvidar el respeto a las reglas del tránsito rodado, hay para llenar más de un curso; pero mantener el interés del alumno no va a ser tan fácil: ya podrán los profesores llevarlos a visitar centros de control de tráfico y plantas depuradoras -esos modernos monumentos a la ciudadanía educada-, que les costará disipar la sensación de que se ha sustituido una maría por otra. La tarea de los expertos se complica aún más si éstos han de ser fieles a las declaraciones del Gobierno, que asegura que no se trata, con la nueva asignatura, de invadir la moral privada. Si esto es así, el espacio que le corresponderá coincide exactamente con el antes ocupado por la urbanidad: un conjunto de reglas destinadas a hacer la convivencia soportable, entre gentes de creencias, preferencias y hábitos distintos.
Desde luego que una dosis de urbanidad nos vendría bien a todos, pero ¿a qué cambiarle el nombre? ¿Por qué relacionarla con la asignatura de religión, cuando sus propósitos pertenecen a órdenes distintos? Si la asignatura de religión puede estimarse desacreditada en nuestras escuelas, no es difícil pronosticar que la de educación para la ciudadanía no tardará en convertirse en el hazmerreír de nuestros alumnos de secundaria, sin que medie pérfida maniobra alguna por parte de la jerarquía católica.
Aunque estemos hablando en broma, lo cierto es que el problema tiene raíces profundas. En el caso de la religión, la dificultad estriba en que, al reducir la educación religiosa a una asignatura, se la priva de todo elemento vivificador, y por ello el alumno más inteligente y despierto se aburre. En el de la educación para la ciudadanía, la dificultad está en la necesidad de construir un cesto decente con los mimbres antes citados, de convertir ese cúmulo de normas razonables, de buenos deseos y de recetas de sentido común con que se nos abruma a diario en un edificio intelectual cuya presencia nos cautive. Nuestros mejores talentos, aquí y fuera de aquí, llevan tres siglos intentándolo, sin acabar de conseguirlo, y como no lo consigan antes del verano, nuestros alumnos seguirán aburriéndose.
Vistas así las cosas, este asunto constituye una gran oportunidad para todos nosotros, ya que cada uno mantiene una postura en el posible debate. Éste es un asunto lo bastante serio como para que un país singularmente poco habituado a discutir lo haga sin prisas y, si puede ser, inspirado no tanto por la afición al mando como por las ganas de saber.
Alfredo Pastor es profesor del IESE y de la CEIBS de Shanghai.
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