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Columna
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Perdedores y radicales

Lluís Bassets

Cuando cayó el muro de Berlín, sus ojos acerados supieron ver esa figura nueva del heroísmo político que estaba modelando el final del siglo XX. Era el héroe de la retirada, hecho de renuncia, demolición y desmontaje, el revés del héroe clásico, dedicado al triunfo, la conquista y la victoria. Nuestro Adolfo Suárez encajaba muy bien en el prototipo, pero todavía más dirigentes comunistas como Jaruzelski, Jruschov, Kadar o el mayor y el mejor de todos, Mijaíl Gorbachov. Ahora, esa mirada sin piedad sobre nuestras sociedades ha vislumbrado una nueva figura de la contemporaneidad en el perdedor radical, producto extremo de la globalización, en las antípodas del ganador radical, del master del universo.

Hans Magnus Enzensberger ha diseccionado en un ensayo deslumbrante (El perdedor radical, Anagrama) las causas del actual terrorismo: nuestra dependencia energética y la fábrica de perdedores en que hemos convertido nuestras sociedades. Preguntarse por las causas, comprender los móviles no es justificar, como nos quiere hacer creer cierto pensamiento cerril y castizo. Como diferenciar entre terrorismos no es favorecer a terrorismo alguno, sino más bien lo contrario: la premisa para vencerlo.

El perdedor radical es un hombre al borde del precipicio. Su vida no vale nada, porque se siente desposeído de una superioridad innata e incuestionable por una razón que no alcanza a comprender. Es una bomba humana, imprevisible y preparada para estallar en cualquier momento. Sobre todo cuando siente herida su sensibilidad, tan extrema hacia sí mismo como nula hacia los demás. No es un caso aislado, al contrario: cada vez hay más. Los progresos de nuestras sociedades hacen crecer su número, pues cuanta menos miseria queda por repartir más amarga es la ración que queda para los perdedores, aguijoneados por el agravio comparativo.

¿Qué proporción de perdedores radicales tienen nuestras sociedades? No lo sabemos, pero que es muy alta lo demuestran los numerosos episodios de violencia, no sólo doméstica, que terminan en autoinmolación. La novedad es que el perdedor radical, antaño un individuo solitario y taciturno que estallaba inesperadamente sembrando el pánico y el dolor a su alrededor, ha adoptado también el comportamiento gregario. Este nuevo perdedor tiene una patria en la que acogerse, un territorio imaginario en el que la pulsión de muerte y los delirios de grandeza desembocan en "un sentimiento de omnipotencia calamitoso". Su terrorismo, a diferencia de los precedentes, no sabe de reivindicaciones negociables ni de proyectos de sociedad fuera de su ensueño fantasmagórico. Con otros terrorismos negociar podrá ser ceder, como dicen los neocons, pero éste ni negocia ni quiere concesiones: mata y muere y basta. De su enemigo sólo quiere el cadáver.

Su combustible es la idea que el islam árabe se hace de sí mismo. La grandeza perdida y las glorias científicas y literarias de una civilización periclitada forman con la miseria actual una mayonesa mortífera. Para los ricos, incluso su "riqueza es una maldición porque les recuerda constantemente su dependencia". La lectura literal del Corán remacha la tarea, puesto que impide la libertad de pensamiento y la igualdad de sexos y convierte este islam en algo incompatible con la modernidad democrática y el Estado de derecho.

Al Qaeda es ahora mismo la mayor y más mortífera organización de perdedores radicales, que ondea la bandera de una decadencia irremediable bajo el nombre del Califato. Tiene viveros en todas las cárceles del mundo árabe y occidental. Forma a los escolares en las madrasas de Pakistán. Cuenta con organizaciones desde el Magreb hasta Filipinas. Parasita Internet con sus webs y su actividad febril. Por lo que afecta a España, está ahora mismo "en primera línea de fuego", según contó Baltasar Garzón a José María Irujo en EL PAÍS del pasado domingo. El investigador del Instituto El Cano, Fernando Reinares, ha publicado un minucioso y preocupante informe (www.realinstitutoelcano.org) sobre el nivel de peligro en que nos encontramos, en los mismos días en que transcurre el juicio por los atentados del 11-M y se celebra el tercer aniversario de aquella luctuosa jornada. Somos un objetivo debido a nuestra presencia militar en Afganistán; a Ceuta y Melilla, consideradas como equivalentes de Chechenia o Gaza; y al mito de Al Andalus, puesto que todo territorio que ha sido musulmán alguna vez debe volver a serlo según su delirante visión geopolítica del mundo. Pero la opinión pública española, la oposición, los medios de comunicación, están en otra cosa. En De Juana Chaos. Equivocarse de enemigo es el primer paso para perder cualquier guerra.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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