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Columna
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Griterío y silencio

NICOLÁS SÁNCHEZ DURÁ

Hace tres años Santiago Carrillo habló en el edificio histórico de la Universidad de Valencia. Había tanta gente que en el último momento el Aula Magna, prevista para la conferencia, se cambió por el Paraninfo, de mayor aforo. Acudí allí con el profesor Enzo Traverso, después de una de las clases sobre historiografía del judeocidio que por entonces daba en la Cátedra Cañada Blanch de Pensamiento Contemporáneo. Traverso se sorprendió de que hubiera tanta gente y tan joven: muchos estudiantes rondando, por arriba o por abajo, los veinte años. Quizá por ello Carrillo hiciera un repaso de la política de Reconciliación Nacional del PCE y su posterior propuesta de Pacto por la Libertad. A mí no me sorprendió la gente, sino una de las razones que dio para explicar la propuesta de amnistía. Pues Carrillo afirmó que aquellas políticas también se basaban en un rasgo peculiar de la sociedad española: muchos de los jóvenes anti-franquistas que se habían incorporado a la lucha contra el régimen eran hijos y familiares cercanos de los que habían acabado a sangre y fuego con la república y su legado, en la guerra y bastante después de la guerra. ¿Cómo se le iba a exigir a aquella gente que pidiera cuentas, incluso penales, a los suyos? ¿Cómo se podía pensar en que decenas de miles de familias se desgarraran de nuevo? Al oírlo, me sorprendí. Nunca se lo había oído decir, ni leído, y nunca se me ocurrió, siempre pensé en razones más abstractas.

Lo que Carrillo dijo aquella tarde me ha vuelto a la cabeza a lo largo de estos dos últimos años de furia antigubernamental de la derecha. Porque más allá de las manifestaciones oportunistas, más allá de la catarata de declaraciones incendiarias, se está produciendo un desgarro social, una escisión que invade todos los ámbitos, no sólo de la vida en común, también de la privada, de las familias. ¿Es esto lo que pasa en el País Vasco? Pues la derecha lo ha exportado -sin muertos, pero usando de los que hay a mano- al resto del país. Desde los últimos años sesenta en adelante, recuerdo la impresión que me causaba cuando iba a otras casas y de nada se podía hablar. Cualquier mínimo comentario de disgusto o inconformista encendía la pradera: rojos, niñatos, imprudentes, que nunca se había vivido mejor en España, etcétera. Muerto el dictador, muchos tuvieron mucha prisa en olvidarse de aquellos silencios privados impuestos. En mesas y sobremesas se conversaba, pareció que las libertades tenían un efecto euforizante para todos. Eso sí, con huecos, con muchas cosas no dichas, no olvidadas pero soslayadas.

Ahora de nuevo el aire se ha hecho irrespirable, también algunos domingos, en los días de fiesta, cuando se sientan unos junto a otros los que conciben sus vidas respectivas de forma diferente. Esas comidas son más significativas de lo que parecen: son como los tejidos blandos que articulan los diferentes miembros de un cuerpo. No sólo el silencio se ha enseñoreado sobre la conversación sino que abundan esas almas empalagosas que, en favor de una concordia ficticia, creen de mala educación que fluya libremente el habla. Con la que está cayendo, quien llama a callar, y a tener la fiesta (privada) en paz, favorece la demagogia popular. Y cada vez hay más. Esa es una de las medidas de su éxito, no sus fieles.

Una derecha electoralmente potente es normal en nuestro entorno europeo. El problema es que los dirigentes del PP, ayudados por la iglesia católica, han instalado un radicalismo agresivo que convierte cualquier disenso en traición a la patria, perversión moral o disolvente social. Hasta una nueva asignatura del currículo escolar es motivo suficiente para llamar a la "rebelión". Y claro, ante tamaños crímenes surge el espíritu de batalla final: España último bastión de los valores de occidente. Como entonces. ¿Cuántas veces más tendremos que echar al olvido los insultos, las falacias, las infamias? En fin, ¿cuánto tiempo tardará en cerrarse la herida? Una herida que ya ha hendido a los amigos, a los compañeros, a las familias. Han conseguido que ya no sea posible tener las fiestas en paz. Otra vez. Como entonces.

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