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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

La Serra da Estrela es el lugar más bonito del mundo

El sonido que producían las limosnas de monedas en la misa le gustaba al niño. Él mismo fue sacristán un tiempo. Supo de cerca lo que eran los miedos inculcados ante la desobediencia a Dios. De muchos misterios. Uno de los que más le intrigó fue el de la faceta comercial para liberar a las almas del purgatorio. Si ponías dinero se liberaba un alma. ¿Era Dios acaso un secuestrador? Hasta que la respuesta de la abuela lo tranquilizó.

¿Qué sería un banquete de bienaventuranza? ¿Qué se comería allí?

Misas. Misas en la iglesia de Nelas, donde había un sacristán cojo que pedía la limosna con una caja de hojalata. Nunca olvidaré el sonido que hacían las monedas al caer dentro de la lata. Yo era un niño y me apetecía morder aquel sonido. No sé por qué, pero me apetecía morder el sonido. Ni miraba al señor párroco. Aún hoy me apetece. Como una de las piernas del sacristán era más corta que la otra, a veces la caja se agitaba, se multiplicaban los sonidos y a mí me venían las ganas de morder. También me acuerdo de los gritos de los lechones en la feria que me causaban terror por las noches. Y de la rama de enredadera que rozaba el cristal. Misas. Ayudé a misa durante años, entregué vinajeras, recibí vinajeras, ponía la bandeja por debajo de la barbilla de las personas durante la comunión. Misas solemnes, con incienso, misas sencillas, sin incienso, misas de difuntos y yo haciendo lo posible por no mirar al difunto. Manos amarillísimas. Un pánico inmenso y, al mismo tiempo, la certidumbre de que nunca me iba a morir. Misas a las ocho de la mañana en las que sólo estábamos el sacerdote y yo en la iglesia casi a oscuras, a veces alguna que otra vieja perdida entre cirios y un frío de muerte. Mártires de escayola, convulsos por cólicos místicos. Retablos pavorosos y yo pensando

-¿Esto será el Cielo?

lleno de miedo al Cielo. Las personas parecían sufrir más que en el Infierno donde, por lo menos, se reían unos diablos con cuernecillos. Peludos, con cola, cargados de tridentes y fuego. Estar muerto en un lado o en el otro daría igual, el terror era idéntico. Decidí seguir vivo y pequeño y lo bien que hice. Mi padre no iba a la iglesia y, cuando iba, se quedaba junto a la pila del agua bendita, gris de tantos dedos, como si un mendigo con mucho polvo en la piel se hubiese dado un baño ahí dentro. Mi padre, la mayor parte de las veces, con las manos en los bolsillos. Me sorprende que no lo fulminase ninguna catástrofe, dado que Dios, de acuerdo con la catequista, no se anda con miramientos y a la menor provocación envía langostas y se lleva a los primogénitos. Por desgracia mi padre era primogénito, menuda palabrita, y por descuido o provocación no reparaba en los líos en que podía meterse.

Pero hablábamos de las misas, sólo el sacerdote y yo en la iglesia casi a oscuras y un frío de muerte. El sacerdote, conocido como padre Matias, con la piel tan blanca como el pelo y unos deditos sedosos. Y la caja de las limosnas era enorme, de madera, con la leyenda Almas del Purgatorio por fuera. No entiendo del todo el mecanismo, pero la idea era que, metiendo dinero en la ranura, un alma entre otras, y desconozco el criterio de la elección, abandonaba el Purgatorio y batía sus alas hacia el Cielo de los mártires, libre de llamaradas. Esta faceta comercial me intrigaba, como si Dios dirigiese una banda dedicada al secuestro de los espíritus, a los que atormentaba con los tridentes susodichos hasta que la gente los rescataba. Hay quien va a la trena por menos y no entendía cuál era el motivo de que no hubiese una orden de captura contra Dios. ¿Y qué haría Él con la pasta de los rescates? No lo imaginaba comprando coches o casas. ¿Se revolcaría como el Tío Gilito encima de su fortuna inmensa? Consulté al padre Matias, que se quedó pensando. Llevaba la sotana raída y no me lo figuraba rico. El Papa sí, todo tronos y oros, llevado a hombros en un palanquín por individuos solemnes. ¿Compartía Dios con el Papa la guita de los rescates? Comencé a dudar de la historia del camello y de la aguja y de los pelados humildes y obedientes a los que se les prometían banquetes de bienaventuranzas. ¿Qué sería un banquete de bienaventuranzas? ¿Qué se comería ahí? Pobres con la tripa llena escarbándose felices los dientes, llenos hasta decir basta de esas bienaventuranzas de las que no tenía ni idea. El padre Matias acabó de pensar y me respondió

-Es un misterio

me bendijo

(comprendí que me bendecía por las dudas, con la esperanza de librarme del Purgatorio, gracias, padre Matias)

y añadió

-No pretendas entender los caminos del Señor, que es pecado de soberbia

y los diablos peludos se echaron en el acto a reír a mi alrededor, arrastrándome hacia los calderos. Uno de ellos era una especie de macho cabrío con alas, feísimo, dándoles órdenes a sus compinches. La vieja en la iglesia helada no paraba de santiguarse. Fuera, los robles se movían en el atrio. Había guijarros que saltaban y tardé en darme cuenta de que eran gorriones. Un tipo con el periódico en un banco. Todo tan sereno, sin Purgatorios ni rescates. Mi abuelo paseando por los bancales de la viña. La Serra da Estrela que me gustaba tanto, inmensa y azul, y las farolas de Gouveia a lo lejos. ¿O Seia? Una mujer de nalgas inmensas pedaleando sobre una bicicleta antigua y yo pasmado ante los cangilones de las nalgas, ora ésta ora aquélla, ora ésta ora aquélla. La asistenta del señor párroco que me daba cerezas. Lagartijas. Casas de granito. Virgílio que me llevaba a pasear en carro. Me olvidé del sonido de la caja de hojalata que me apetecía morder. Gallinas ansiosas de aquí para allá. Y don João, el loco, atravesando el pinar con las botas agujereadas. Le conté lo de las almas del Purgatorio a mi abuela, que hasta oratorio tenía, con una multitud de santos en el armario de cristal, y ella, afecta a esas cosas, aplacó mis dudas

-No te preocupes.

Sus ojos azules. Adoraba a mi abuela

(sigo adorándola, abuela)

y me serené. Ni mi padre se atrevía a meterse con ella, lo que era señal de su autoridad. Y si mi abuela afirmaba

-No te preocupes

¿para qué preocuparme? Le pregunté, aprovechando el buen clima

-No me voy a morir, ¿verdad que no?

y ella me pasó la mano por la cabeza, lo que significaba que no me moriría jamás y las almas dejaron de importarme. Me pasé el resto de la tarde cascando nueces entre dos piedras y, de vez en cuando, ella se acercaba a la ventana del primer piso y me sonreía. La Serra da Estrela, sin nubes, es el lugar más bonito del mundo. Gracias a la sonrisa de mi abuela, nunca me ha sabido tan bien tamaña panzada de nueces.

Traducción de Mario Merlino.

FERNANDO VICENTE

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