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Columna
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Bares de Madrid

Un amigo irlandés que reside en Madrid desde hace un año me dice que lo que menos le gusta de aquí son los bares. Están iluminados con una luz tan fuerte que parece que se está tomando la cerveza en un quirófano. No es de extrañar que piense esto alguien que viene de pubs en penumbra decorados con muebles de madera añeja, donde la caña se llama pinta y es tan densa que se puede cortar con un cuchillo. Mi amigo no entiende la estética del bar, desprovisto de atmósferas envolventes ni florituras porque ahí se va a lo que se va, a tomarse el vino con la tapa a codazos con otros parroquianos pongamos un domingo al mediodía. Le digo que la grandeza del bar radica en que el ambiente lo caldean la vitalidad del camarero (que antes de entrar por la puerta ya te está diciendo eso de qué va a ser, señores), y las ganas de los clientes, mientras que en el pub te lo dan hecho. Y no digamos el bareto, que es el eslabón perdido entre el bar y la legendaria taberna, y que se reconoce porque aún conserva un pulpo pintado en el cristal. Alguna magia tendrá para que tres o cuatro parroquianos se pasen allí el día con la mirada perdida, incluida la del dueño.

Recostados en cojines y tapizados blandos nos arriesgamos a que se nos descontrole algún michelín

El bar continúa siendo el local estrella de esta ciudad. En cada esquina, en cada calle hay uno o varios, muchos en general. La presencia del bar es abrumadora, y cuando servidora era más tiquismiquis, el bar me parecía muy basto y populachero con los huesos y los palillos por el suelo y ese aire de tierra de nadie, hasta que leí en una guía para extranjeros que en los bares de Madrid después de limpiarlos a conciencia cada mañana se esparcen por el suelo huesos y palillos para dar la sensación de trasiego y atraer a la gente, lo que de ser verdad merecería una reflexión aparte, y de ser mentira, también. Cada bar dispone de una clientela más o menos fija entre los vecinos de los alrededores que acuden a sus entrañas a ver algún partido importante, a distraerse un rato y sobre todo para no estar en casa. Lamentablemente, con las franquicias se están perdiendo los familiares nombres de Bar Flori, Bar la Escalera, o esos otros que contrariamente a su aspecto, que no es precisamente versallesco, parecen salidos de un joyero: el Brillante, el Diamante, la Perla. Cuando la casa se cae encima, el bar de abajo es una alternativa, así que se puede decir que cumple una función social y terapéutica de primer orden. Además, tiene la ventaja de estar muy a mano, frente al café que siempre pilla más lejos y que requiere una cierta planificación.

Los cafés son otro mundo y tienen nombres famosos. El Gijón, Barbieri, el Comercial, el de Oriente. Es muy agradable citarse en un café con alguien que te apetece ver, aunque agradecería asientos más cómodos. Más sofás y sillones y menos sillas, porque a este tipo de local se viene a echar por lo menos una hora y cuando llevo tanto tiempo en una silla con las piernas cruzadas y sin saber qué hacer con los brazos me dan ganas de sacar el ordenador y empezar a trabajar. En la silla nos sentamos para algo concreto. Para comer, para escribir, para esperar en una consulta, para estudiar en la biblioteca, pero no para algo tan vago como charlar o contemplar a los otros sin ningún objeto ni finalidad. Para eso necesitamos un material más mullido, donde el cuerpo pierda rigidez y se abandone un poco. De acuerdo que recostados en cojines y tapizados blandos nos arriesgamos a que se nos descontrole algún michelín que otro y a que se nos desmadre la papada, pero también es cierto que las facciones se relajan y la sonrisa asoma sin esfuerzo y que el tiempo nos importa menos. Tal vez sería el momento de profundizar en este asunto ahora que tan de moda está el lenguaje del cuerpo. En el fondo, sentimos debilidad por lo blando. Como explica Malcolm Gladwell en su interesante y entretenido libro Inteligencia intuitiva, publicado por Taurus, la imagen de nuestra época puede quedar resumida en los guantes con que Disney ocultó las pezuñas de Mickey Mouse. A quien lo lea le recomiendo el capítulo La silla de la muerte, que va más allá de los rellenos de gomaespuma para adentrarse en la comodidad y vagancia de criterio que nos invade. Y para terminar, otro día podemos ir de cafeterías.

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