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Columna
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La curva del destino

Afirmaba Walter Benjamin que importa poco no saber orientarse en la ciudad. Y si bien es cierto que el sentido de la orientación nunca se pierde del todo, porque es innato al ser y más débil en unos que en otros, al transformarse las referencias geográficas, cambia el sentido y cambia la orientación, cambia el paisaje y cambia quien lo contempla. Pero tampoco es fácil perderse en una ciudad; no al menos como se pierde la gente en un bosque, en un desierto (el laberinto más intrincado según Borges), en un río caudaloso, en un jardín artificial con palmeras de plástico y flores de papel, imitación de la naturaleza que, cada vez más, se copia a sí misma.

La ciudad es un espacio abierto, donde nada ocurre, porque todo puede ocurrir, porque el tiempo que se vive es el de la novedad, tiempo que nunca está muerto y va pasando sin cesar. En la ciudad todo puede suceder, hasta lo que jamás sucedió. Porque la ciudad es el territorio del azar, donde el destino traza una parábola, una curva, o extiende una línea recta hasta el infinito. Hay un cuadro en el Museo Guggenheim de Bilbao de Jesús Mari Lazkano que se titula La curva del destino. Conviene contemplarlo un instante, como si fuese el resplandor de un relámpago, una iluminación, un golpe de luz que entra por una ventana amplia y ancha, y luego vuelve a la oscuridad. Se cierran los ojos y el espacio visible, geográfico y real -un paisaje de Nueva York- es sustituido por otro que no se ve, que está en la imaginación de los pies. "Pensar con los pies", se dice con no disimulado desdén de quien no es capaz de hacerlo con el cerebro ni con las armas de la razón y de la lógica o de la cultura. Sin embargo, los pies tienen memoria; guardan recuerdos de un cansancio lejano o de un gozo cercano, quizá. Los pies piensan, aunque de otra manera, de un modo pedestre.

Lo que deseamos en la juventud nos lo trae el azar cuando no lo necesitamos
La ciudad es un espacio abierto donde nada ocurre, porque todo puede ocurrir

"Nadie cruza dos veces el mismo río", afirmó Heráclito. Asimismo es difícil en una gran ciudad encontrarse dos veces en el mismo día con la misma persona, a no ser que viva en el mismo edificio o sea un espía, a no ser que la casualidad, que es un niño y hace trampas, ejerza sus facultades y habilidades de trilero. Uno de los cuentos que más veces he leído se titula Manuscrito hallado en un bolsillo y su autor es Julio Cortázar, escritor que convirtió el azar en literatura: literatura del azar, música del azar, azarosa existencia de la ciudad. Un hombre entra en el metro de una ciudad que es París, pero puede tratarse de cualquier urbe, de cualquier metro, de cualquier vientre sórdido y terrestre. El hombre lleva escrito en su mente un itinerario, que repite hasta el final. El interés del cuento consiste en saber si ese itinerario coincidirá con el de alguna mujer que viaje en el mismo vagón de metro, en descubrir si el viajero ganará la partida o, sin remedio, la perderá, porque se trata de una apuesta del viajero consigo mismo. El tiempo de la ciudad es un tiempo fugaz e irrepetible, frágil y prescindible. Se va, sin avisar, y lo que deja es una sensación extraña, abatimiento y tedio, aguijón de nuestros días. Y vuelve sin que lo sepamos. Lo que deseamos en la juventud, ciertamente, nos lo trae el azar cuando no lo necesitamos o cuando es prescindible, cuando la propia edad dificulta su disfrute.

Viendo el cuadro de Lazkano, uno tiene la sensación de que lo pintado refleja un tiempo que se va consumiendo en un espacio inmóvil y eterno, un espacio ideal, el espacio vital de la utopía. Lo cual es consecuencia de esa capacidad que tiene el arte de conmover. La pintura puede imaginar y describir el tiempo y el espacio, el lugar donde las cosas empiezan o han dejado de ser y se sumergen en el caos o en la nada de la que surgieron. El pintor construye su propia ciudad, pero no con la exactitud del caminante, del observador que se pierde y, por ahuyentar su miedo, se va fijando en las calles y en los objetos depositados en ellas, como si fuesen señales naturales: farolas, marquesinas, contenedores, artificios urbanos, neón y metal, cristal y piedra. La ciudad le enseña lo que su conocimiento ignora. La ciudad lo guía. Dejarse llevar es, también, un arte.

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Pero, ¿puede competir la literatura con la pintura en el juego descriptivo de un paisaje, sea urbano o rural, íntimo o ajeno? ¿Cómo se representa el espacio con palabras? ¿Tienen las palabras capacidad para hacer ver lo que no es visible?

El problema es más irresoluble de lo que parece. La música es capaz de expresar un espacio más o menos extenso, sea suave o abrupto, dócil o salvaje. Finlandia, de Sibelius, o El Moldava, de Smetana son sinfonías que se extienden más allá de sus propios límites y se deslizan sobre sus cauces y nos traen al recuerdo lugares que quizá conocemos y quizá no, pero que se nos hacen familiares por el propio devenir musical. Escuchamos cierta música y nos entran deseos de andar, caminar, correr o bailar. Es cierto que la poesía tiene todavía alguna ventaja sobre la prosa, gracias a la riqueza de imágenes y de metáforas que despliega, aunque haya que reconocer, con harto dolor y profunda hartura, que la metáfora no está de moda, como no lo está tampoco en la nueva literatura la narración interiorizada, el discurso de la conciencia, la intromisión de lo subjetivo en lo objetivo. El poeta Lizardi describe un viaje en tren y el lector siente el paisaje, que se escapa hacia una lejanía: "Oro laño / mee batek estalia / urrez oro eguzkiak yantzia..." Todo se cubre de una fina capa de niebla, todo lo viste de oro el astro.

Viajar es enfrentarse al destino, es apostar contra el azar, jugar contra la suerte. Como todo juego, siempre hay un inicio y un final, y la pulsión del jugador es volver a jugar la partida. Así es el espacio de la ciudad. Nos atrae y bajamos a su terreno, reparte sus cartas e iniciamos la partida que nunca abandonamos, porque lo que está en juego es tiempo, la conquista del tiempo.

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