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LA CRÓNICA
Columna
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Ética, bioética y deontología

Si preguntásemos a los miembros del gobierno de Francisco Camps qué opinión les merece la Universidad, nos responderían, probablemente, con las más altas y nobles palabras que se les ocurrieran en ese momento. Es decir, contestarían con la retórica habitual en estos casos. Pero, aunque afectadas, estoy convencido que esas palabras tendrían un fondo de sinceridad. No es posible hoy en día considerar a la Universidad más que en un sentido positivo. Otra cosa es que se discuta si su organización resulta adecuada para nuestro tiempo, si deben rendir cuentas de una u otra manera, o disponer de mayor o menor autonomía en su gobierno. Lo que nadie cuestiona es la importancia que las universidades tienen en la sociedad. Sobre este punto, no caben controversias.

Por otra parte, la época en que los gobiernos miraban con reserva a las universidades ha quedado atrás. Ni siquiera un gobierno de derechas como el que preside Francisco Camps podría albergar el menor recelo por la doctrina que se imparte en ellas. El tiempo ha convertido nuestras universidades en unas instituciones beatíficas, discretamente conservadoras, que no suponen el menor peligro para la paz social. Incluso, me atrevería a afirmar que las universidades son hoy las principales defensoras del statu quo. La prueba es que ya no saben qué imaginar para mantener entretenidos a nuestros jóvenes: fiestas de bienvenida, festivales de erotismo, cine, teatro, actuaciones de cantantes famosos...

Por eso, no se entiende el zarandeo que, a lo largo de los últimos meses, Francisco Camps viene propinando a las universidades valencianas. Desde los tiempos en que Eduardo Zaplana pretendió ver reconocida su jefatura de Vinaròs a Guardamar, no se recuerda otro momento tan fatigoso para ellas. A las proverbiales dificultades económicas que padecen estos centros, ha habido que agregar los proyectos particulares que se han ido presentando. Primero, fue la decisión de crear una universidad internacional cuya utilidad nadie, salvo el propio Gobierno, parecía tener clara. Por fortuna, la idea sobre la que se sustentaba el asunto era tan etérea que el invento se ha venido abajo a la primera dificultad, como era de prever. Aún no habíamos enterrado a la Universidad Internacional, cuando se ha puesto sobre la mesa un nuevo problema: la concesión de la carrera de Medicina a la universidad del arzobispo García Gasco.

Soy de las personas a las que no les parece mal que una universidad católica disponga de una facultad de Medicina. Es más, lo considero necesario. Si la Iglesia se ha ocupado de nuestras almas durante tanto tiempo, ¿por qué no habría de formar doctores que atiendan también a nuestros cuerpos? Vivimos en un mundo globalizado donde las empresas se esfuerzan por ofrecer a sus clientes un servicio integral y la Iglesia, gran empresa del espíritu, no puede quedarse al margen de esa corriente. Desde este punto de vista, es comprensible la insistencia del arzobispo en defensa de su negocio.

Ahora, tal vez habría podido buscarse una fórmula menos escandalosa para llevar a cabo la operación. Con su conducta, al romper las normas que él mismo había dictado, Camps ha trasladado a la opinión pública una imagen de favoritismo y arbitrariedad poco conveniente. El presidente de todos los valencianos parece serlo un poco más de unos que de otros. En estas circunstancias, afirmar, como ha hecho el rector José Alfredo Peris, que la nueva facultad velará por la "ética, la bioética y la deontología profesional" parece excesivo y poco acorde con la realidad de los hechos.

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