Fatiga de identidad
La clase política recibe un varapalo a propósito de los nuevos estatutos de autonomía
SI SE TRATABA DE iniciar una segunda, auténtica, transición -ya que la primera, por lo visto, se llevó a cabo en una España aterrorizada, sumergida en el silencio y desorientada por la ablación de la memoria histórica-, entonces la clase política que se metió en faena con la promesa de nuevos estatutos ha recibido un merecido varapalo. Cuando vivíamos aterrorizados, silenciosos y amnésicos, salíamos masivamente a la calle por aquello de libertad, amnistía y estatuto de autonomía, un clamor suficiente como para que en tres años se sometieran a referéndum los estatutos, comenzando por el de Cataluña, enseguida el de Euskadi y después todos los demás.
Aquella transición, hoy tan denostada, se dio buena maña para desplazar en sólo cinco años al conjunto de la clase política franquista de sus posiciones de poder: gente nueva, nacida después de la Guerra Civil, ocupó el poder político en el Estado y en las comunidades autónomas. Gracias a los estatutos entonces aprobados se desarrolló una ingente obra de descentralización administrativa, desde luego, pero también política, que ha transformado por completo el Estado español, no ya el franquista, sino el Estado que salió, conducido por los moderados, de la revolución liberal con sus provincias y regiones.
Al mismo tiempo, los estatutos de la primera transición afincaron en sus territorios a unas nuevas clases políticas regionales, si se perdona el concepto, utilizado aquí sólo a efectos geográficos. Esa nueva clase dio a la cuestión secular de la estructura del Estado una respuesta que, no por pragmática, resultó menos eficaz. Como Cataluña, igual que en la República, tiró del carro autonómico, todos los demás se dieron prisa por saltar a él. Todos los demás es fácil de saber quiénes eran: los mismos que en los años setenta del siglo XIX se identificaron como Estados de un Estado federal; los mismos que en la República de los años treinta del siglo XX habrían llegado a ser en poco tiempo regiones autónomas de un Estado calificado de integral: Galicia, Andalucía, Navarra, Valencia, Aragón las dos Castillas, Vieja y Nueva... qué nombres de resonancias históricas, qué materia para formar un Estado federal.
¿No se atrevieron los constituyentes de 1979? Ése es el expediente de moda para dar cuenta del pasado, el más fácil y perezoso: atribuir a sensaciones las prácticas políticas. En realidad, el Estado español no salió federal de la transición porque los partidos nacionalistas no sólo no estaban interesados, sino que sentían verdadera repugnancia ante la idea de que todos aquellos fragmentos de Estado valieran igual en sus mutuas relaciones y en las de cada cual con el Estado. Admitir que todos eran iguales y que todos juntos podrían ser fragmentos de un Estado federal caía por completo fuera de su perspectiva de futuro; es más, negaba radicalmente su perspectiva de futuro.
En tal tesitura, que Andalucía haya sido -entre las presuntamente no históricas, destinadas a fundirse en un magma castellano- la primera en pegar el salto y decir aquí estoy yo, marcó el camino. Y ahora estamos en las mismas, sólo que 30 años después y arrastrando la fatiga -en el polisémico significado del término, que los andaluces conocen bien: sentir fatiga no es allí lo mismo que estar fatigado- del interminable debate identitario. No es extraño que la fatiga haya podido más que el talante y que la mayoría de la gente haya pasado en esta ocasión de las urnas. Cataluña ya había avisado: la participación no llegó al 50%, 11 puntos menos que en 1979. En Andalucía, donde la cuestión de ser o no ser nación no es la cuestión, la caída ha sido doble: 36%, 28 puntos por debajo de 1980. Y menos mal que ahora ya no estamos aterrorizados, silenciosos ni amnésicos, y contamos con un montón de rapsodas dispuestos a cantar las excelencias del Imperio Austro-Húngaro, en otro tiempo prisión de naciones.
Si se considera con alguna perspectiva lo que ha ocurrido con el poder en la España de los últimos 30 años es evidente que al proceso de descentralización ha acompañado el despliegue de los poderes de sus numerosas realidades nacionales. Ese poder es hoy, en todas las parcelas que cuentan para la vida de las gentes, más sólido y extenso que el poder estatal. Subidos a las azoteas de sus instituciones, esos poderes creyeron llegado el momento de ocupar nuevas aguas y más territorios. Desde el Estado se dejó hacer, sin una idea clara ni oscura de hacia dónde se encaminaba la conquista. Hoy ya lo sabemos: a consolidar, ante la abstención de la mayoría, los poderes nacional-autonómicos edificados sobre lo que Pasqual Maragall llamó con toda intención y su pizca de mala leche "residuos de Estado".
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