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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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Semana blanca

1 Visitamos a unos kilómetros de La Baule, en la costa atlántica francesa, a un viejo conocido, H., recluido en un sanatorio mental desde hace un año. Voy con algo de miedo, pero los amigos me aseguran que el espectáculo es triste, pero no turbador. Cuando llegamos, le encontramos leyendo en el jardín un ejemplar del Ouest-France. Con cara de infinito asombro, nos muestra la noticia que está leyendo: "Un artista argentino se propone hacer flotar en el cielo de Tejas un plátano gigante, una especie de dirigible que flotará durante un mes a una altitud de 30 kilómetros sobre la tierra".

¿Quién está más loco, H., o el artista del plátano flotante? Siento vergüenza del género humano. ¿Qué pensarán los extraterrestres, que nos observan desde hace un siglo, cuando vean que nos dedicamos a poner en órbita plátanos gigantes? Iniciativas como éstas no dicen mucho de nuestra inteligencia.

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H. nos muestra otra noticia: "Stephen Hawking explica el misterio del universo en Hong Kong". Y ese titular nos sobrecoge. Después de todo, H. está internado en el sanatorio desde que anunciara a voz en grito que había tenido acceso al gran enigma del universo, aunque no ha querido revelar nunca cuál es ese secreto. Al parecer, fue tan brutal lo que vio al acceder al misterio que desde entonces precisa de la calma de un jardín y de cuidados psiquiátricos.

Al mostrarnos la noticia, nos dedica una suave sonrisa cómplice, como si quisiera que viéramos que en el titular informan de que Hawking explicó ese enigma, pero no dicen qué pudo allí revelar al público, seguramente porque no reveló nada. Como escribe Wagensberg, lo más cierto de este mundo es que el mundo es incierto.

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Comienza la semana blanca, los días de vacaciones escolares de algunos centros extranjeros. Antes iban a la nieve, por eso la llaman así. Mi semana también parece blanca, porque en ella predomina la locura, y ya dicen que la demencia tiene esa pátina. Y es que nada más regresar de La Baule y de la visita a H. en el sanatorio, comienzo a ocuparme de Robert Walser, que vivió internado muchos años en el psiquiátrico de Herisau. Preparo unas palabras para después de la representación de La prueba del talento en un centro cultural de Atocha, Madrid. En esa breve obra de Walser (se halla en su libro Vida de poeta), una actriz consagrada recomienda a un aprendiz de actor que deje a un lado el quehacer teatral y busque sumergir sus sensaciones "en fuentes más naturales". Es decir, primero la vida, antes que la afectación del teatro. También la literatura es afectada, pienso.

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"Literatura es afectación", dice Ribeyro en su inagotable Prosas apátridas. Y explica que quien ha escogido para expresarse la literatura, y no la palabra (que es un medio natural), debe obedecer a las reglas del juego. De ahí que toda tentativa para parecer no ser afectado -lenguaje coloquial, monólogo interior- acabe convirtiéndose en una afección aún mayor. Tanto más afectado que un Proust puede ser Céline con su lenguaje coloquial de exabruptos... "Lo que debe evitarse no es la afectación congénita a la escritura, sino la retórica que se añade a la afectación", concluye. Me vienen inmediatamente a la memoria todo tipo de escritores retóricos. El infierno y España están llenos de ellos.

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A medida que avanza, la semana se va haciendo más demente. Madrid tiene un punto de locura (empezando por la llamativa enajenación política) única en el mundo. En ella todo es tan repetitivo como la locura, como la lluvia de estos días, como el cabreo eterno de Rajoy. Como compensación a tanto desvarío, la puesta en escena de La prueba del talento de Robert Walser es un oasis dentro de la demencia general. Por la noche, en el agradable café-librería El Bandido Doblemente Armado, alguien cita al argentino Macedonio Fernández y la frase parece pensada para el choque Gobierno-oposición: "Se exagera mucho sobre el incremento de la locura. En un cuarto donde no hay más de dos personas, nunca hay más de dos locos".

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¿Quién tiene el bastón de Artaud? Cuando me preguntan por un supremo signo o imagen de la Locura, siempre pienso en ese bastón al que su dueño le hizo poner una puntera de hierro con la que golpeaba violentamente los adoquines de París para sacar chispas con él. Estaba el bastón cubierto de nudos y tenía 200 millones de fibras y marqueterías de signos mágicos. Y Artaud le sacaba chispas porque decía que el bastón llevaba en el noveno nudo el signo mágico del rayo y que el número nueve siempre fue la cifra de la destrucción a través del fuego. Artaud perdió ese bastón (que le regaló René Thomas) en su extraño viaje a Irlanda, lo perdió tras una reyerta frente al Jesuit College de Dublín. ¿Quién tiene el Santo Grial de la locura? ¿Quién se quedó con el bastón de Artaud?

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Sin duda, la locura de H. tiene puntos en común con Falter, fascinante personaje de Última Thule, un cuento de Nabokov. Falter es aquel hombre que perdió toda compasión y escrúpulo cuando en un cuarto de hotel le fue revelado de golpe "el enigma del universo" y no quiso transmitirlo a nadie más tras haberlo hecho una única vez cediendo al acoso de un psiquiatra, al que le destrozó tanto la revelación que hasta le causó la muerte. Es un cuento antológico, incluido en Una belleza rusa. Leerlo es ya de por sí una locura de una envergadura tal que hasta nos permite constatar cuánta razón llevaba aquel que dijo que las locuras son las únicas cosas que no lamentamos jamás. Pero es que, además, leerlo -eso es lo más interesante de todo- nos sitúa en mejores condiciones para tratar de resolver el enigma del universo, aunque siempre me pregunto si nos conviene resolverlo. Creo que si un día diéramos con el secreto del mundo nadie tendría el valor de revelarlo.

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