'Ocupas'
El autor lamenta que la sociedad sólo tema a los 'okupas', que llevan todas las de perder y serán reprimidos sin concesiones por atentar contra la propiedad privada, y no a los 'ocupas' políticos, económicos y culturales, que también disfrutan del patrimonio ajeno, sin consecuencias
Los okupas han protagonizado últimamente varias algaradas que los han traído a la primera plana de los periódicos. Antes, el asunto se circunscribía a Barcelona, una especie de Katmandú del movimiento okupa. Ahora, ante el estupor de los ciudadanos, se ha extendido a Valencia. Para quien siga la actualidad desde la barra de los bares y las colas del supermercado, este ha pasado a ser el verdadero tema de nuestro tiempo, desde luego bastante más que las trifulcas del Parlamento a propósito de ETA o los navajazos que se propinan las dos facciones de nuestro PP valenciano, y casi en el mismo orden de importancia que el tiempo loco que vivimos. No es de extrañar: las controversias políticas se ven como un espectáculo previsible, pero lo del clima, como lo de los okupas, parece una alteración grave del orden de las cosas. ¿Qué cuál es este? Sería un error pensar que, para la gente, el orden consiste en que cada joven pueda tener acceso a una vivienda. Hace años que la población se ha resignado a que no sea así, a que los jóvenes vivan con los padres hasta más allá de la treintena y a que, cuando por fin se emancipan, lo hagan con una soga hipotecaria al cuello prácticamente hasta la edad de jubilación. No, los sentimientos que provocan los okupas son de otra índole, son de indignación, pero sobre todo de temor: el ciudadano teme que ese parásito indeseado que entra en las viviendas sin ser invitado podría elegir un día un piso suyo.
Es una consecuencia del sesgo que tomaron la economía y la sociedad españolas desde los años sesenta. Cuando el régimen de Franco promovió la propiedad inmobiliaria horizontal -hasta entonces las casas pertenecían a un solo dueño, y casi nadie era propietario de su vivienda-, ahuyentó para siempre la posibilidad de una revolución, pero también marcó, de paso, la orientación de la inversión privada hasta hoy. No nos engañemos, en España, que alguien tenga un piso aparte del que vive no es algo excepcional: hace poco los diputados de un partido de izquierda hicieron públicas sus propiedades y lo normal era poseer dos viviendas, la de residencia y la de recreo; si alguna vez hacen algo parecido los diputados de la derecha, es seguro que saldrán muchas más. En este país la gente no entiende de inversiones bursátiles -y cuando cree saber algo, salen fiascos estilo Forum Filatélico, propios más bien de algún país del Este recién incorporado al capitalismo-, pero lo que es de cemento..., de eso entiende cantidad. Del franquismo hasta acá nadie ha sabido (o querido) enmendar este desvío perverso del sentido común económico, el cual ha modelado horrendamente nuestro paisaje, ha condenado a nuestros hijos a la eterna adolescencia y ha acumulado una cantidad de inversiones carentes de rentabilidad -casi medio millón de pisos vacíos en la Comunidad Valenciana, sin ir más lejos- absolutamente insostenible.
Por eso, no me cabe la menor duda de que en España los okupas, convertidos en los malos de la película, llevan todas las de perder y es seguro que serán reprimidos sin concesiones: ningún partido político -y menos en vísperas preelectorales como las que vivimos- podría permitirse otra posición. Además, aclaremos una cosa: la ocupación de viviendas conculca la ley, es una agresión contra las normas de convivencia social, que, en nuestro mundo, se basan en la propiedad privada, por lo que no puede ser tolerada. Lo que me llama la atención no es la firmeza policial con los okupas, sino la condescendencia con otros delitos mucho más graves: por ejemplo, las campañas contra el tráfico de drogas llevan coleando un cuarto de siglo por lo menos, precisamente porque ningún gobierno ha sabido erradicar esa lacra social. Pero, claro, el apoyo de la sociedad no es tan unánime en este punto: mientras que los ciudadanos suelen tener un piso, no es tan normal que tengan un hijo drogadicto manifiesto, aunque sí es frecuente que tengan drogadictos ocultos, esto es, prealcohólicos, sin saberlo. Así que la idea de una teniente de alcalde catalana que distingue entre okupas buenos y okupas malos y tiende a exculpar a los primeros me parece un suicidio político que conduce directamente al destierro extraparlamentario.
Pero una cosa es que no exista okupa legalmente admisible y otra que no quepa distinguir entre okupas y ocupas. ¿Qué quiénes son los ocupas? Como su nombre indica, los ocupas no realizan okupaciones de inmuebles ajenos, pues suelen tener ocupación y, con ella, vivienda, son gente de orden. Pero esta ocupación, al igual que la okupación del okupa, se basa en disfrutar gratis del patrimonio ajeno y esconde siempre una impostura. Hay ocupas políticos, ocupas económicos y ocupas culturales. Así, una consecuencia indeseada de la democracia es que los electores tengamos que tragarnos por cuatro años a alguna gente que nos engañó y que incumple sistemáticamente sus promesas, pero lo que no está escrito en ningún programa electoral es que las instituciones deban convertirse en un balneario de cargos inútiles ocupados a dedo por clientes que no han pasado por las urnas y que no saben nada de la tarea que se les ha asignado: estos ocupas anidan, como todo el mundo sabe, en el escalafón de los puestos medios e inferiores de la administración y son una verdadera lacra. También hay ocupas económicos: asistimos impotentes a la ocupación mafiosa de nuestro litoral y a una exacerbación de la cultura del pelotazo urbanístico que ha hecho intervenir, en el caso de la Comunidad Valenciana, hasta a las instituciones comunitarias. Y existen los ocupas culturales: cualquiera que se pase por una librería constatará con asombro que casi todas las novedades que se exponen son tonterías, bestsellers que aprovechan descaradamente el trabajo de escritores honrados, entrando a saco en el mismo y trivializando sus contenidos para hacerlos asequibles a un público de gustos cada vez más estragados. Son tres botones de muestra, entre muchos otros casos, de impostura que se podrían aducir.
Sin embargo, nadie dice ni pío. El okupa cae mal porque no deja de ser un desgraciado, alguien con ropa arrugada, largas greñas, lenguaje obsceno y tatuajes excesivos, en definitiva, con "mala pinta". El ocupa es otra cosa, todo lo contrario de un perdedor. Y, naturalmente, mientras que todos exigen que la fuerza de la ley caiga implacablemente sobre los primeros, nadie se queja de los segundos y aun es posible que los elogie en la tertulia. Así funciona nuestro mundo.
Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.
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