El hombre intranquilo
El martes, 13, Samuel Eto'o se puso las pinturas de guerra y disparó contra todo lo que se movía.
-Rijkaard es una mala persona, Ronaldinho es un egoísta, y el vestuario está dividido en dos familias: la de Laporta y la de Rosell- dijo mientras abría el arco de la entrepierna.
Todo empezó el domingo anterior en una noche de fútbol y limonada. Después de algunas semanas de apagón, el equipo daba las primeras señales de vida. Bajo el influjo de Ronaldinho los jugadores soltaban la musculatura, reivindicaban su propio estilo y tiraban de repertorio sin complejos. De repente un zumbido sospechoso se elevó desde el banquillo de Rijkaard: era el avispero que Samuel lleva en algún lugar de la barriga. Una vez más, el condenado muchacho había vuelto a las andadas.
En su día Samuel Eto'o fue un pionero. Llegó a Madrid cuando los niños africanos aún no conocían el teléfono móvil ni la fiebre migratoria. Atrapados en la edad de hierro y en el reflujo colonial, ignoraban que el futuro les ofrecería dos únicas salidas: el balón o la patera.
Descubrió muy pronto el atractivo de aquella ciudad mestiza. Era un transeúnte privilegiado, pero su posición no le impidió tratar a decenas de seres nacidos para el zoológico: alternó con colegas que mataban por una moneda, soportó la inevitable corte de moscones y compadeció a decenas de tipos descolgados que sólo se alimentan del olor a fritanga. Su enorme curiosidad le permitió hacer nuevos hallazgos en la calle y en la conversación; era finalmente un forastero castizo que administraba con una misma facilidad los refranes, los bocatas y los códigos del juego. Convencido de que un superviviente como él necesitaría un plus de habilidad y otro de malicia, se hizo luego un regateador incorregible. Entregar la pelota le ponía enfermo: no la devolvía ni por recomendación del médico.
Si exceptuamos su carácter impaciente, Samuel tendría en Madrid un solo problema: quizá porque la proximidad excesiva oculta el auténtico tamaño de las cosas, los ojeadores del club no supieron valorarlo en su justa medida. Así comenzó su historial de rebelde. Puesto que quería apostar a ganador, se plantó, se agarró al dorsal de la camiseta como un cangrejo y decidió que, en un mundo tan provisional como el suyo, Suplente es el segundo nombre de los fracasados. Sólo se vestiría de futbolista para jugar.
Desde entonces, su vida se convirtió en un torbellino: mantuvo con el club un pleito interminable, fichó por el Barcelona, triunfó, se lesionó, se recuperó, se enfadó, se reconcilió y volvió a recitar su proverbio favorito.
-Vengo a correr como un negro para vivir como un blanco.
Ni blanco ni negro: tú eres transparente, Samuel.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.