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Reportaje:ESCAPADAS

Al sur de Esparta

Un viaje por la península de Mani, en el Peloponeso

Guillermo Altares

Las temibles 'venganzas de sangre' entre clanes dejaron como herencia fantásticos pueblos fortificados. Una visita que se completa con la ciudad bizantina de Mistra, que maravilló a tantos viajeros.

Cuando el gran escritor de viajes británico Patrick Leigh Fermor comunicó su intención de visitar la península de Mani, en el extremo sur del Peloponeso, la respuesta que encontró en una barbería de Esparta no fue muy tranquilizadora. "¿Por qué quiere ir usted allí? Son una gente terrible: ladrones, mentirosos, navajeros, y disparan a la gente desde las piedras". Sólo un hombre mostró una opinión divergente. "Son buena gente. Mansos como corderos con los extranjeros". Afortunadamente, las cosas han cambiado mucho desde los tiempos remotos de los bandidos y bastante desde los años cincuenta, cuando Leigh Fermor escribió su libro Mani. Viajes por el sur del Peloponeso, que Robert D. Kaplan considera "la más alta cima de la literatura de viajes en inglés".

Más allá de las leyendas y de la vieja fama de los maniotas, ahora hay muchos motivos para viajar al sur del Peloponeso: los pueblos fortificados de Mani; uno de los litorales más bellos del Mediterráneo, que recuerda en su rotundidad a la lejana Escocia; una ciudad bizantina perdida -Mistra, patrimonio de la humanidad de la Unesco-; hoteles a precios sensatos (incluso baratos, fuera de temporada); gentes acogedoras y una extraña sensación permanente de exotismo. "Allí se halla tal vez la parte más remota de Grecia, hogar de enemistades de siglos y de los más feroces klephts (el nombre que recibían los bandidos griegos en la época de los turcos). Los maniotas, que no abandonaron el paganismo hasta el siglo IX, fueron los últimos griegos en convertirse al cristianismo. "Pueblos amurallados con torres medievales dominan vastos y vacíos promontorios de tierra arenisca que se interrumpen de improviso lamidos más abajo por espumeantes aguas", escribe Kaplan en un capítulo de su libro Invierno mediterráneo (Ediciones B) en el que relata, precisamente, una visita a Leigh Fermor en su casa de Mani.

De los llamados tres dedos que forman el sur de la península del Peloponeso, Mani es el del centro. Protegido del exterior por una costa abrupta y del interior por la cadena de los montes Taigeto, sus habitantes tuvieron fama de feroces desde tiempos remotos. Fue el territorio que más se resistió a los mil pueblos que pasaron por Grecia. Sus habitantes protagonizaron la revuelta contra los turcos que acabaría con la independencia de Grecia en el siglo XIX, aunque ya llevaban cientos de años rebelándose contra los otomanos.

Una costumbre particular

En el resto de Grecia, la región ha sido conocida tradicionalmente por la irreductibilidad de sus pobladores y por las llamadas venganzas de sangre. Se trata de una siniestra costumbre, desaparecida en Grecia hace ya dos siglos (la última se produjo en 1870 en el pueblo de Kitta y requirió la intervención del Ejército), aunque perdura en zonas remotas de Albania, que consiste en que si se produce una disputa entre dos familias, cualquier varón de un clan tiene que matar a cualquier varón del otro, en un enfrentamiento que puede prolongarse durante años. Leigh Fermor describe minuciosamente todas las leyendas y ritos que rodeaban estas venganzas en cadena, de las que queda una marca indeleble y bellísima en el paisaje de Mani: los pueblos fortificados que se alzan, como castillos, un poco por todas partes en la península. Muchas colinas están coronadas por unas cuantas casas de piedra con torreones que se funden con el paisaje.

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Los largos enfrentamientos entre clanes requerían tomar medidas drásticas. Ahora, perdidos en el campo y en el tiempo, esos pueblos ofrecen casas rurales, algún restaurante y casas para alquilar en temporada; pero siguen conservando en muchos de sus rincones, en sus bares y en sus tiendas locales, en los hogares que se intuyen detrás de las cortinas, el espíritu del viejo Mani.

No es una casualidad que esta agreste región formase parte del territorio de Esparta. En la que fue la gran rival de Atenas no queda prácticamente ningún vestigio clásico de importancia: fue víctima de su propia arrogancia. Los espartanos decían que las únicas murallas seguras eran sus propios habitantes, y su espíritu guerrero les impidió dedicarse a las grandes obras públicas. Ahora, barrida por el viento y los siglos, Esparta es un lugar llamado Esparta -algo suficiente para merecer una corta visita por aquello del "estuve allí"- y ahí se acaba el encanto. Es una tranquila ciudad de provincias, con agradables terrazas que jalonan anodinas avenidas y unos cuantos hoteles modernos. Aeropoli, Itilo o Limeni, en el oeste, y Gythion, la mayor localidad turística del este, que conserva un frente marítimo formado por edificios del XIX, son lugares mucho más apetecibles para pernoctar, por no hablar de los pueblos desperdigados que se encuentran en el viaje hacia la punta de la península, que ofrecen cada vez una mayor variedad de alojamientos.

El fin de lo clásico

El principal motivo para pasar por Esparta es el camino de la ciudad bizantina abandonada de Mistra. "Cinco kilómetros al oeste de Esparta se encuentra, sin embargo, la personificación de las delicias del paisaje griego, así como los vestigios de la fase final de la civilización clásica", escribe en referencia a Mistra Robert D. Kaplan, que vivió durante varios años en Grecia. "Los viajeros del siglo XVII quedaron tan deslumbrados por la belleza de Mistra que la confundieron con los restos de la propia Esparta. Fue Chateaubriand, que estuvo de paso por allí en 1806, el primero en darse cuenta del error", prosigue el periodista y viajero estadounidense.

Encaramada sobre una colina, la visita a Mistra -que requiere, sobre todo en verano, llevar agua a mano y paciencia para escarpar las pronunciadas cuestas de sus calles empedradas- es un maravilloso paseo por la decadencia del mundo clásico. En esta ciudad, fundada por los francos en el siglo XIII y abandonada completamente desde 1950 -ahora sus únicos residentes son un puñado de monjes y monjas-, vivió Constantino XI, el último emperador de Bizancio. Los palacios, las iglesias, los edificios civiles, las plazas sobre las que crecen las hierbas de esta urbe, que llegó a tener 20.000 habitantes en su época de esplendor medieval, están marcados por la sensación de un mundo que se acaba, un sentimiento que aparece muchas veces a lo largo del recorrido por las tierras del sur de Esparta.

GUÍA PRÁCTICA

Cómo ir- Desde el aeropuerto internacional de Atenas hasta Esparta hay unos 200 kilómetros, la mayoría por autopista. La mejor forma de recorrer Mani es en coche, salvo que se tenga mucho tiempo para depender de los autobuses locales. Dormir- Gythion, en el este, y el entorno de Aeropoli son lugares excelentes para quedarse. Encaramado sobre un acantilado, el hotel Limeni Village (www.limenivillage.gr, 0030 27 33 05 11 11) ofrece buenas habitaciones con unas vistas esplendorosas y una espectacular piscina, por 80 euros en temporada baja, mientras que el Hotel Itilo (0030 27 33 05 92 22), junto al mar, tiene habitaciones correctas por unos 40 euros, también en temporada baja.

- El bello frente marítimo de Gythion (www.peloponnissos.net/cgi-bin/index.cgi/gr/Lakonia/Gythion) está lleno de hoteles y restaurantes de pescado. La modesta y agradable pensión Saga (0030 27 33 02 32 20) ofrece habitaciones dobles frente al mar a partir de 35 euros.Información- Oficina de turismo de Grecia en España (915 48 48 90 y www.gnto.gr).

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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