Quién ha sido
El saludable escepticismo de los tiempos modernos ha moderado las aspiraciones heroicas de la condición humana y mediante un informado ejercicio de buen humor ha conseguido sosegar la ansiedad de los hombres inclinados a sentir la llamada del destino.
Pero del mismo modo que formas vegetales arcaicas perduran gracias a casi extinguidos sistemas de fecundación, subsisten en nuestras sociedades individuos dispuestos a resucitar caducas maneras de conducir a los hombres.
El anhelo que distingue a los héroes imbuidos por este furtivo instinto de predestinación suele ser un irreprochable fervor altruista, pues la ambición de poner un poco de orden en la sociedad es la única que alienta sus generosos desvelos.
Thomas Carlyle creyó que un solo hombre puede enderezar el rumbo del mundo y dedicó a este héroe su elegía: "Al capitán, al superior, al que asume el mando, al que está por encima de los demás hombres; aquél a cuya voluntad se someten los otros, a éste debe considerársele como el más importante entre los grandes hombres".
No hace falta indagar en las profundidades psicológicas del personaje para comprender la influencia que esta escuela de pensamiento político ha tenido en la formación de José María Aznar. Ya en el congreso de Sevilla, cuando en 1990 conquistó la jefatura del Partido Popular, Aznar se presentó como portador de las cualidades que adornan al héroe: "Abnegación, entrega, hombría de bien y sufrimiento".
Muchos de sus colaboradores creyeron seguir al actor de los discursos que allanan el camino de La Moncloa, pero poco a poco hasta los más incautos adivinaron lo que estaba sucediendo: Aznar se precipitaba a fundir en una única figura su imaginación y su identidad.
La modesta y tímida incubación del espíritu providencial fue dando sus frutos y procurándole la elocuencia que tronaría más allá de nuestras fronteras: "los débiles gobiernos de las democracias occidentales cederán al chantaje de los cuerpos mutilados y sus frágiles sociedades terminarán derrumbándose como naipes".
Los gestos autoritarios y las declaraciones intempestivas podían parecer consecuencia del satisfecho mandato alcanzado en dos citas electorales, pero en realidad pertenecían a un género más elevado de impaciencia. Su mímica delataba sin cesar esa irritación que distingue a los grandes hombres conscientes de estar perdiendo el tiempo. "Hacen falta", decía en Jerusalén, "líderes fuertes y firmes con un claro sentido de su misión".
Sólo un combativo altruismo transmuta el sacrificio personal en la más duradera fuente de placer. Pero comprender la figura heroica de Aznar requiere además saber cómo se propuso pasar a la Historia.
No era suficiente haber salido ileso de un atentado ni entrar en guerra contra Irak. Para dotarse con los rasgos de una personalidad admirable, Aznar debía escenificar la envergadura mítica de su gallardía y mostrarnos el camino que toma un hombre destinado a convertirse en héroe: la renuncia al poder.
Ya en 1996 especulaba sobre sí mismo indirectamente preguntándose en público: "¿Cómo será España cuando la deje dentro de ocho años?".
Con la singular determinación de abandonar el poder, Aznar no sólo quiso asombrar a una población resignada al duradero empecinamiento de los políticos profesionales, sino elevarse por encima de sus colegas y avergonzar a sus adversarios con una grandilocuente lección moral.
Que la ingeniería financiera del Partido Popular garantizara este atajo a la gloria sin cerrar la puerta de su retorno triunfal, no empañaba el lustre que su figura paseó por medio mundo.
En declaraciones al diario francés Le Monde, hechas poco antes de las elecciones de 2004, José María Aznar citaba las dos grandes figuras históricas a las que puede compararse un gobernante sin apego al poder: el emperador romano Cincinnatus y el emperador Carlos V.
Teniendo como antepasados tan ilustres precedentes, es fácil caer en la angustiada desazón, la perturbada confusión y el inquieto desánimo que sufrirá el hombre empujado a ser de nuevo un simple mortal. Pero el acontecimiento que desmoronó la heroica complacencia de su figura, tan disciplinadamente tallada, no fue la bomba de los integristas en Atocha ni la catástrofe electoral del 14-M.
El carisma de la figura a la que Aznar había conseguido insuflar vida propia no provenía tan solo de la abnegada renuncia al mando sino del constante alarde de una rara cualidad: el valor de la palabra dada.
En un mundo sometido a la frivolidad de los charlatanes, hete aquí que surge con orgullo el que habiendo dicho "me voy", añade: "El arte de gobernar no es sólo tomar decisiones y saber mantenerse en el timón cuando soplan vientos huracanados en contra, sino también saber dejarlo".
Cetro diamantino de la misión trascendente que aceptó cumplir, la palabra del presidente Aznar fue la más temible amenaza que podía dirigir contra sus enemigos y el más fiable de los pendones ofrecidos a sus partidarios. ¿No era acaso esta palabra dada y cumplida un motivo de temor y reverencia?
Pero la voluble fortuna altera con crueldad los sueños de los hombres. Explotó la bomba en Atocha, murieron los ciudadanos de Madrid y el temor a perder el poder que había prometido entregar a su sucesor -"para no aprovechar las tendencias caudillistas de España"- le obligó a empeñar su palabra de honor ante los más fidedignos testigos de su confidencia. Durante los tensos momentos posteriores a las explosiones del 11-M, el presidente Aznar telefoneó a los directores de los principales periódicos españoles para hacerles partícipes de su documentada convicción: ha sido ETA, vino a decir.
Temeraria declaración, como comprobaron luego los que no quisieron desconfiar de la palabra de honor dada por un presidente en tan aciagas circunstancias.
Fue suficiente un dramático encontronazo con el destino adverso para que Aznar perdiera el temple propio de los héroes.
Pocas horas después, el presidente en funciones entraba con su esposa en el colegio electoral de Nuestra Señora del Buen Consejo de Madrid y frunciendo el ceño atravesó el tumulto ciudadano reunido para abuchearle. Quién ha sido, quién ha sido, gritaba igualmente furiosa la muchedumbre.
Ahora da comienzo el juicio que sentenciará la autoría de los brutales atentados de Atocha. Después de meses de descabellada polémica, el Partido Popular redoblará sus esfuerzos de agitación, será insistente el despliegue de sus periódicos y vocinglero el oratorio radiofónico contra los jueces y policías responsables de la investigación.
Pero una más completa comprensión del proceso judicial nos exigirá no perder de vista el origen de esta infatigable campaña de sospechas, bagatelas y clamores: el arrojo que un héroe caído puso en rehabilitar su fama.
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