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Columna
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Territorialidad

Soy consciente de que el título de esta columna permite pensarlo, pero no, estas líneas no van a referirse a los recientes comentarios de Otegi sobre Navarra, ni a aludir a Iparralde o a un mapa con siete provincias. La palabra territorio voy a considerarla en otro sentido, como una manera de evidenciar que tiene más de uno; en realidad, como una forma de rebeldía contra la colonización lingüística que el nacionalismo y/o el abertzalismo aplican sistemáticamente al diccionario (al democrático y al común) y que nos lo está dejando no sólo irreconocible, sino en los huesos. Y así dicen "territorialidad" para que aparezca su mapa y "derecho de decisión" para que en las cabezas se encienda esa solitaria bombilla, como si no tuviéramos asuntos más graves o urgentes que decidir, o como si no lleváramos decenios decidiendo sin que nos atiendan, e "identidad" para forzar al pensamiento por el camino de la amargura del ser o no ser vasco o del serlo más o menos o medio igual o un cuarto de lo mismo..., como si la identidad no tuviera otras cosas en que pensar(se).

Voy hablar de otra territorialidad, porque si usted y yo, querido lector o lectora, quisiéramos reunirnos con otras personas para analizar la actualidad o debatir sobre cualquier tema, la primera cuestión que tendríamos que resolver sería la del espacio. ¿Dónde celebrar un encuentro de grupo? ¿Dónde encontrar algo tan simple como tantas sillas? Tendríamos que descartar de entrada los bares, por lo general demasiado cargados de música o ruido. Euskadi será uno de los lugares del mundo donde más se invoca el diálogo y donde, sin embargo, menos se practica, a juzgar por lo difícil que resulta oír y ser oído en la mayoría de los lugares de esparcimiento público. Los domicilios particulares tampoco valen siempre por cuestiones de superficie, incompatibilidad con el trajín doméstico o confianza (la intimidad de ciudadano no es equiparable a la de amigo). Nos quedaría entonces la posibilidad de alquilar una sala, es decir, de pagar por hablar, opción a la que sin duda le saldrían pronto objeciones o espinas, o la de pedirla prestada: acudir a un centro cívico o cultural, hacer la solicitud pertinente, adaptarla al calendario disponible y esperar. Lo normal es que nos cedieran un espacio sin mayor problema, pero es evidente que a los ciudadanos no nos resulta tan sencillo juntarnos para hablar bajo techo, necesitamos aplicarle al asunto un cierto trámite u organización. Por eso, desde que el mundo es mundo, la gente de a pie se ha reunido y expresado tanto en la calle.

A diferencia de lo que nos sucede a los ciudadanos, los políticos cuando quieren reunirse para debatir o discutir lo tienen facilísimo. Cuentan con salas y mobiliario de sobra. Disponen de lugares tan específicamente ideados para el debate político, que sin él no tendrían sentido.

Pues resulta que no, que nada les gusta o nada les basta. A los parlamentos, con la cantidad de sitio, de sillas y de micrófonos que hay, le encuentran pegas; no los ven prácticos o convenientes. Los salones y despachos de los edificios oficiales tampoco les contentan, a pesar de que son espaciosos y confortables. Quieren más, nuevos terrenos, nuevas Mesas. Cuentan con la atención de los medios de comunicación públicos y privados; pueden allí, cuando quieren (y quieren todo el tiempo), decir, desdecir, contradecir, hiperexpresarse y tampoco se sienten satisfechos. Quieren más, más escenarios de visibilidad, más territorios de comunicación. Lo quieren todo, es decir, quieren la calle.

Yo seré una antigua, anclada en una división de poderes caducada, pero ver a tanto político de manifestación me inquieta y, por decirlo todo, me rebela; lo veo como la expropiación de un terreno privado del ciudadano, de su medio y su distancia frente (o contra) el poder. Confieso que me cuesta desprenderme de esa concepción territorial, pero estaría dispuesta a hacer un esfuerzo si la ocupación espacial fuera recíproca; si mientras los políticos ocupan las calles a nosotros nos dejaran los salones vacíos, para juntarnos y hablar de nuestras cosas. Previa solicitud o convocatoria, naturalmente.

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