Tobogán
EN ESE maravilloso libro memorialista, Renoir, mi padre (Alba), de Jean Renoir, del que ahora disponemos una versión en castellano, donde, so capa de una biografía del gran pintor francés Pierre-Auguste Renoir, su hijo Jean, uno de los mejores cineastas del siglo XX, recoge muchas de las conversaciones íntimas cruzadas entre ambos, nos encontramos, por una parte, con la apasionada defensa del pintor del valor de las manos, pero, por otra, con su sorprendente declaración de que, para él, el invento técnico más decisivo para el progreso era el tubo. En relación con lo primero, la importancia de la mano, Renoir padre no se limitaba a subrayar su obvia contribución al oficio artístico, ni tampoco, hijo de un sastre y nieto de un almadreñero, lo que comportaba este miembro corporal para la definición personalizada en la fabricación de cualquier objeto, sino que la consideraba como la más genuina expresión del verdadero calado antropológico de cualquiera. Así, para él, había "manos de patán", de "buena persona", "estúpidas", "ocurrentes", de "burgués" o de "puta", con lo que estaba claro qué era lo primero que miraba de un desconocido el genial artista. En cuanto a la trascendencia que otorgaba a la invención del tubo, puede tomarse, desde luego, como una más de sus chispeantes ocurrencias, aunque, en el fondo, se inscribía dentro de su renuencia melancólica a aceptar, como un papanatas, las excelencias del progreso.
Desde hace más de un siglo, el descrédito de la mano como instrumento creador o fabril ha ido en aumento, pero su aplicación, en el terreno del arte, es tomada hoy casi como un insulto. Justo lo contrario de lo que ha ocurrido con los tubos, que constituyen el único paisaje del hombre contemporáneo, con lo que la aseveración del viejo maestro, todo lo extrapolada que se quiera, no dejaba de estar bien encaminada. En este sentido, hace aproximadamente un cuarto de siglo, recuerdo lo que me pasó con motivo de una de mis visitas al entonces flamante Centro Georges Pompidou, de París, esa apoteosis de lo tubular hecha edificio. Lo que me ocurrió fue que, mientras ascendía en la abarrotada escalera mecánica, me equivoqué de planta, pero este error me desveló que prácticamente la totalidad de los hipotéticos visitantes al museo se limitaban sólo a subir y bajar por dicha escalera y, todo lo más, a dedicar un minuto de contemplación a la excelente vista urbana que se atisbaba a través de la acristalada cafetería de la última planta. Curiosamente, hace poco, en otra visita a la Tate Modern, de Londres, me encontré con una fervorosa y regocijada grey, que hacía cola para arrojarse por un tobogán, mientras una hermosa exposición temporal de David Smith permanecía casi tan vacía como las salas de las colecciones del museo.
Por lo visto, como, a lo mejor, diría Renoir, subir y bajar por un tubo o entre tubos, es uno de los alicientes más masivamente celebrados del progreso técnico, aunque no estoy tan convencido de que esta recreación colectiva tenga que ver con el arte, actividad cuyos cambios no implican progreso. De todas formas, que el arte se puede hacer sin usar las manos lo evidencia que el hijo de Renoir demostrara su indudable genio detrás de una máquina. Ahora bien, sin cabeza..., lo mejor que cabe hacer es tirarse por un tobogán.
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