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Primero tomamos Washington, luego Berlín

El péndulo político de Estados Unidos funciona, como demostraron las elecciones legislativas del 7 de noviembre; pero la máquina se ha detenido en un confuso centro político que no sirve para abordar los desequilibrios globales. En Washington, el híbrido bipartidista baraja a toda prisa dos opciones que sólo traerán más palos de ciego. La primera es la huida hacia delante del Imperio: eternizarse en Irak y Afganistán, permitir un ataque israelí a las instalaciones nucleares iraníes. La segunda es el repliegue: más proteccionismo económico y un falso multilateralismo donde enrocarse. Pero hay una tercera opción, cosmopolita, que podría salir adelante tras una posible victoria demócrata en las elecciones presidenciales de noviembre de 2008, y únicamente si cuenta con un firme liderazgo europeo. Consiste en sellar un contrato global entre Europa y Estados Unidos capaz de establecer para ambos su nuevo sitio en el mundo.

Ahora bien, ¿acaso una Unión Europea sumida en el parón constitucional puede hacer algo para propiciar un auténtico cambio de rumbo de su aliado? No, ciertamente, si se continúa por la vía de la introversión para encauzar los problemas "internos" de la Unión y salvar el espíritu del Tratado Constitucional con 27 miembros. Según esto, sólo después de 2009 podría desarrollarse una "política exterior" y, eventualmente, plantear amplios acuerdos de igual a igual con Washington. Sin embargo, hechos como la misión europea en Líbano, el estatus futuro de Kosovo o las pugnas energéticas en la periferia rusa, apuntan a lo contrario. Es la política exterior y de seguridad, ya inseparable de la inmigración y la energía, encabezada por un núcleo duro -un sistema de señales intermitente de Francia, Alemania, Italia, España y Reino Unido-, con su demarcación de los amigos y los no tan amigos, las amenazas y las oportunidades, lo que podría desenredar el embrollo institucional.

En el pasado, una Europa dividida nunca estuvo a la altura de EE UU en los grandes proyectos como Naciones Unidas, el Plan Marshall, el Nuevo Orden Mundial de Bush padre o la globalización de Bill Clinton. Ahora, la Europa-potencia debe tomar la iniciativa en asuntos en los que su futuro es inseparable del de su aliado. La canciller alemana Merkel ha entendido bien que Europa debe avanzar por la vía de la "extroversión" de las políticas concretas, y que la batalla de la construcción europea exige tomar Washington antes que Berlín. Pero falta fijar de manera más ambiciosa las prioridades y la naturaleza de esa cooperación.

El contrato global que Europa puede ofrecer a EE UU se basaría en dos premisas. Una, que ninguno de los dos puede resolver sus problemas por separado; dos, que ambos socios pasan por un declinar relativo respecto a otros países emergentes, pero que esa pérdida se compensa con los beneficios que se derivan de un mayor equilibrio global. Como mínimo, tal contrato debería abarcar tres asuntos fundamentales.

En primer lugar, los protagonistas de la mayor integración profunda mundial en inversión directa y comercio entre filiales se comprometen no sólo a resolver diplomáticamente sus disputas sectoriales en aviación, aeronáutica o telecomunicaciones, sino también a salvar la ronda mundial de comercio de Doha, abriendo sus mercados agrícolas a los países en desarrollo. Así, la UE elimina la Política Agrícola Común y EE UU retira los subsidios a sus agricultores. Se establecen compensaciones a aquellos países que abren sus mercados de servicios, en forma de inversiones en educación y sanidad. Ambos acuerdan no distorsionar las negociaciones multilaterales mediante un acuerdo transatlántico exclusivo, ni firmar a expensas del otro nuevos acuerdos bilaterales con terceros, sean bloques regionales o Estados. Como resultado, se liberan los 250.000 millones de dólares de beneficios globales estimados por el Banco Mundial; EE UU y la UE consiguen el acceso de sus servicios a terceros mercados y se genera un óptimo clima político internacional. Asimismo, EE UU y la UE abren un foro de diálogo multilateral específico, un Kioto plus, para tratar sobre el equilibrio entre nuevas fuentes de energía y el cambio climático. Paralelamente, los dos cooperan masivamente en I+D para mejorar la productividad de sus economías y reintegrar a los perdedores.

En segundo lugar, el contrato entre EE UU y Europa replantea la seguridad transatlántica en términos de más y mejor Naciones Unidas, y menos y mejor OTAN. Rectificando la tendencia de la reciente cumbre de la Alianza Atlántica en Riga, que confiere a la OTAN una misión cuasi-universal, Europa y EE UU apuestan por un marco multipolar, implicándose en la creación de sólidos organismos regionales de seguridad para abordar cuestiones clave, en Oriente Medio (conflicto palestino), Asia (Corea del Norte y relaciones China-Japón), África (crisis humanitarias) y América Latina (narcotráfico). Por su parte, la UE concentra sus recursos políticos y militares para una defensa autónoma. Paralelamente, los dos socios se comprometen a reinventar el régimen nuclear internacional, poniendo fin al doble rasero y abriendo el diálogo con las potencias emergentes. Todo lo anterior permite una reducción del arsenal y del gasto militar de ambos, y les libera de las cargas económicas y políticas neocoloniales. Finalmente, se abre un canal transatlántico de inteligencia para desarticular las redes terroristas.

En tercer lugar, respecto a la promoción de la democracia, EE UU y la UE declaran como imprescindibles no a sí mismos, sino a sus valores de libertad y dignidad, y al principio universal del gobierno de las leyes. Y acuerdan una definición de democracias asumibles, la acción frente a regímenes autoritarios y las estrategias para construir democracia desde la base social.

El gran reto de un contrato semejante es hacerlo atractivo a las mayorías de ambos continentes. Especialmente en EE UU, los candidatos electorales necesitan poder vender ese pacto en una cultura política recelosa de intromisiones externas. Hay que vender que lo patriótico es lo global, y que ese pacto redunda en mayor prestigio y menor coste de la acción exterior. Por parte europea, hay que cuantificar los beneficios del contrato y lanzar una estrategia de desagregación de objetivos dirigida a los centros neurálgicos de la política exterior estadounidense, desde la Casa Blanca y el Congreso hasta los partidos políticos, los lobbies económicos y étnicos y los medios de comunicación. Ello podría hacer posible una Declaración de Dependencia entre EE UU y Europa, esta vez sobre bases cosmopolitas.

Vicente Palacio de Oteyza es subdirector del Observatorio de Política Exterior Española de la Fundación Alternativas.

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