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¿Violencia o ternura?

Monika Zgustova

"Con esta víctima son al menos 63 las mujeres que han muerto a manos de su pareja o ex pareja en lo que va del año [2006]", leo en una breve noticia, titulada "Un anciano de 89 años mata a su mujer enferma y se suicida en Oviedo", situada en una columna marginal de este periódico. La noticia está formulada de tal manera que parece un caso evidente de violencia doméstica. Sin embargo, a medida que avanzo en la lectura de esa minúscula columna, me voy enterando de cosas sorprendentes que no cuadran con un caso de malos tratos: los vecinos del matrimonio aseguran que la pareja, que residía desde hace 45 años en la vivienda en la que se produjeron los hechos, mantenía muy buena relación y que el marido se volcaba en cuidar a su mujer.

¿Es un caso de violencia doméstica entre personas de la tercera edad, según sugiere el título? ¿No se tratará más bien de un acto de solicitud de alguien que ayuda a morir al ser más próximo? Buscando documentación sobre el caso, descubro que Rafael de Luis Villacorta a sus 89 años conservaba una buena salud, mientras que María Ronderos, a sus 80, padecía varias enfermedades propias de su avanzada edad: una artritis aguda y Alzheimer, entre otras. Sin embargo, tanto él como ella cuidaban su apariencia: Rafael, vestido siempre con pulcritud y esmero, solía acompañar a María a la peluquería y luego la recogía para conducirla a casa. Los dos ancianos, que vivían solos, salían muchas tardes a dar un paseo, siempre cogidos del brazo, a comprar algo para la cena o simplemente a observar la vida en la calle; no obstante, cada vez con más frecuencia él se veía obligado a llevarla en silla de ruedas. Los vecinos y la peluquera de María afirman que los ancianos nunca discutían. Sus hijos les visitaban a menudo, sus nueras eran amables. Pero entre los estragos del Alzheimer y el insoportable dolor producido por la artritis, María perdía las ganas de seguir viviendo. Y luego llegó el día en que Luis, con un pañuelo, la ahogó. Y acto seguido se ahorcó en la bisagra de un armario. Hasta aquí lo sucedido. Y sin embargo, a medida que conozco los hechos comprendo que no es violencia lo que delatan sino el valor y la ternura de un hombre que evita a su mujer un sufrimiento inacabable y, puesto que seguir viviendo sin ella no tiene sentido, decide acabar él también.

Uno de los más bellos y conmovedores mitos griegos narra la muerte de dos ancianos, Filemón y Baucis. Zeus visita la tierra bajo el disfraz de un vagabundo que pide alojamiento y, tras encontrar cerradas las puertas de los ricos, prueba en una miserable choza, habitada por una pareja de ancianos; y es allí donde acaba hallando hospitalidad. Para agradecerles su generoso trato, Zeus les pide sus deseos. Morir juntos, suspiran los ancianos. Zeus hace el deseo realidad: los viejos se metamorfosean en dos árboles y a la más leve brisa sus ramas se rozan suavemente. ¿No es, en el fondo, la historia de Rafael y María?

No obstante, nuestra sociedad actual no acepta que alguien ayude a morir a otro, aunque eso signifique cumplir los deseos de éste; menos acepta que uno se quite la vida a sí mismo. Y es que aún hay muchos los que siguen creyendo, influenciados por uno de los dogmas de la Iglesia, que lo que concedió Dios sólo él puede arrebatarlo. Pero el Dios de nuestros días, ayudado por una avanzada tecnología, respaldado por los últimos inventos de la ciencia y armado por la poderosa industria farmacéutica, suele titubear a la hora de quitar la vida que concedió, dejando así a muchos enfermos y ancianos malviviendo, vegetando contra su voluntad y soportando la tortura cotidiana de las dolencias de la decrepitud. Ese Dios, en definitiva, actúa contra la naturaleza y contra el orden universal.

¿Qué pueden hacer los ancianos, esos grandes marginados? Los adinerados, una minoría, encuentran soluciones a su gusto. Pero ¿y la mayoría, todos esos que durante su vida activa no han gozado del privilegio de llegar a una posición bien remunerada? En Europa hemos aprendido a alargar la vida, pero nos falta proporcionarle calidad y contenido. En Estados Unidos, donde la sanidad pública está pésimamente resuelta, los que no han podido pagarse durante largas décadas un seguro médico y un puesto en una residencia para la tercera edad -ambos seguros muy por encima de las posibilidades de las clases baja y media baja-, tienen dos opciones: retirarse a un asilo estatal -el cual exige, a cambio de sus poco generosos servicios, que el ingresado entregue todos sus bienes-, o quedarse en casa y aguantar sin atención alguna. En los países ex comunistas de la Europa Central y del Este la situación de los ancianos es aún más dramática. Acostumbrados a los deficientes aunque seguros servicios de sanidad durante la era comunista, la tercera edad del Este se encuentra desorientada y con escasos recursos ante las nuevas condiciones del capitalismo, menos regulado por la legislatura que en el Occidente europeo. En los países de la Europa Central, un jubilado suele percibir unos 200-250 euros al mes. ¿Y en Rusia? Recientemente vi, en las cercanías de Moscú, pueblos sin electricidad ni agua corriente, donde los viejos, al igual que los siervos de la gleba en la época de los zares, iban a buscar el agua con un cubo a la fuente, aguantando la temperatura de 15 grados bajo cero y resbalando sobre el suelo helado en sus gastados zapatos de fieltro. Y en San Petersburgo vi a decenas de ancianas en cada boca del metro ofreciendo a la gente, a cambio de alguna moneda, ramitos compuestos por un par de ortigas u otras malas hierbas.

Nuestra sociedad necesita reaprender el profundo respeto por los ancianos, y sobre todo, deberíamos agilizar nuestra legislatura al respeto: a Italia le sacude una polémica referente a un médico de Cremona que ha ayudado a morir a alguien afectado de parálisis total que, desde hacía tiempo, reclamaba el derecho a morir. Lejos de ser unos criminales, los médicos que osan ayudar a morir a quienes lo anhelan son unos jesucristos contemporáneos, dispuestos a socorrer al que sufre, aunque eso signifique llevar su cruz de amenaza de pasar años, por no decir décadas, encarcelados en cuanto culpables de homicidio. Del mismo modo que en el mito griego Zeus, con misericordia y sabiduría, cumplió el deseo de morir juntos de Filemón y Baucis, la sociedad occidental debería dejar de lado su hipocresía actual y flexibilizar las leyes para que éstas ayuden a morir con dignidad a los sufrientes que lo desean, como lo desearon, en diciembre pasado, Rafael y María, dos ancianos de Oviedo.

Monika Zgustova es escritora; su última novela es La mujer silenciosa (Acantilado).

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