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Reportaje:Fútbol | Internacional

La hora de Prodi

El presidente de Italia promete "medidas radicales" contra los violentos

Enric González

Dos semanas sin fútbol, unas cuantas jornadas con partidos a puerta cerrada y estadio vacío, prohibición de los desplazamientos de tifosi a terrenos contrarios. Esa combinación de medidas era la hipótesis que contemplaba ayer la federación italiana a la espera de lo que pueda decidir hoy el Gobierno. Dos días después de la muerte del policía Filippo Raciti -asesinado el viernes probablemente por el impacto de una gran piedra lanzada por presuntos seguidores del Catania en las cercanías del estadio-, la indignación generalizada por la violencia de los ultras empezaba a quedar desplazada, como en otras ocasiones, por consideraciones políticas y económicas.

Seguía invocándose, en la Federcalcio, en la política y en la prensa, el ejemplo inglés y la firmeza con que Margaret Thatcher afrontó el problema de los hooligans. Se tendía a olvidar, sin embargo, que la primera medida en aquel caso fue la exclusión de los equipos ingleses de las competiciones europeas. La tragedia de Heysel fue provocada por los hooligans del Liverpool, pero la UEFA hizo que pagaran todos los clubes. El Gobierno británico lo aceptó e integró la sanción dentro de sus planes de saneamiento. En Italia, por el contrario, la idea de cancelar el presente campeonato se descartó rápidamente. Se descartó incluso la posibilidad de suspender el torneo por más de dos jornadas. El fútbol tenía que seguir.

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Las soluciones reales, en cualquier caso, tenían que llegar del Gobierno y del Parlamento. Sólo el poder político podía obligar a las sociedades futbolísticas a cumplir una ley que ya existe y que no se aplica porque, una vez aprobada, se concedió a los clubes una "prórroga de aplicación". Desde que, en 2001, el entonces ministro del Interior, Giuseppe Pisanu, empezó a endurecer las medidas de seguridad, los clubes apelaron sistemáticamente a la falta de recursos económicos. Podían pagar fortunas a los jugadores, pero no numerar las entradas ni poner tornos en las puertas o mucho menos colocar asientos en la general de a pie. Alegaban además que los estadios no eran suyos, sino municipales. Curiosamente, a los clubes, y a los ayuntamientos, les ha funcionado siempre el argumento de la "pobreza". Sólo cinco de los 20 estadios de la Serie A cinco cumplen las normas vigentes. Y todas las semanas se registran disturbios como los de Catania. En Bérgamo sucedió la pasada jornada: una violencia horrorosa, pero sin policía muerto. En Nápoles no hay partido que no concluya con un asalto a la comisaría cercana al estadio.

El ex ministro Pisanu fue claro ayer, al comentar las razones por las que su decreto no había podido aplicarse: "Hay políticos que protegen a los violentos". La política italiana es compleja. En otros países habría sido inconcebible lo que ocurrió en Roma en junio de 2005, cuando un grupo de ultras a los que la policía había prohibido la entrada en los estadios fue invitado a la Cámara de Diputados para que expusieran sus problemas. Tras la detención ayer de siete personas, el número de detenidos por su posible relación con la muerte de Raciti asciende a 29.

Siempre ocurre lo mismo. En cuanto se aprueban medidas concretas contra la violencia, surgen voces como la de Paolo Cento, diputado de los Verdes y subsecretario de Economía, o Andrea Ronchi, diputado posfascista, para denunciar "los decretos represivos", la "falta de diálogo con los aficionados" y las "discriminaciones inaceptables". El mismo sábado, cuando las imágenes de Catania seguían emitiéndose continuamente por televisión, Paolo Cento, presidente de la peña del Roma en la Cámara de Diputados, opinó que lo ocurrido constituía "una revuelta juvenil contra las fuerzas del orden, fruto del malestar social", y que no estaba relacionado con el fútbol. Ahora, sin embargo, el presidente del Gobierno no es Silvio Berlusconi, propietario del Milan, sino Romano Prodi, un hombre no especialmente aficionado al fútbol. Quizá eso ayude. Prodi promete "medidas radicales" y su ministro del Interior, Giuliano Amato, reconoce que para acabar con la violencia hacen falta "intervenciones sociales y reeducación", pero también "represión y castigos".

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