Una realidad serializada
Para muchos miles de personas no existe otro mundo que su trabajo y las imágenes televisivas de series amañadas donde protagonistas muy perfilados nos miran desde el salón de su casa como si estuvieran en la nuestra
El cine es oro
El otro día pasaron Chinatown (Roman Polanski, 1974, sobre guión de Robert Towne) por una de esas cadenas de cable, con un Jack Nicholson guapísimo y controlado y una Faye Dunaway que hace del desconcierto permanente la clave de su actuación, y uno se asombra todavía ante la perfección de un relato excelente y conmovedor y se pregunta cuántos episodios de cuántas series televisivas podrían haberse perpetrado sobre el intrincado hilo conductor de ese homenaje al cine negro. Sobre todo cuando casi todas las series de factura norteamericana de gran audiencia se apoyan en historias de médicos y hospitales (un horrendo actor español hasta hace un anuncio disfrazado de médico sobre no sé ya qué remedio farmacéutico), de mujeres que tratan de superar el ataque de nervios, de bufetes de abogados que no alcanzan ni de lejos la ya ajada brillantez de La tapadera. Y eso cuando hasta la mismísima House declina por la reiteración obsesiva de su truco original.
Y también premios
Cada vez que he asistido a una de esas temibles galas donde la profesión escénica o cinematográfica se premia a sí misma, y ya van unas cuantas, he sentido siempre una mezcla de incomodad y de vergüenza ante la muchas veces inmotivada satisfacción ajena y hacia esa especie de endogamia que parece persuadida de que todo el mundo va a estar encantado con el ritual de una fiesta más bien tribal y trivial siempre. Guiones más bien horrorosos, bromitas con los amigos, gestos de estupor o de exaltación cuando se sabe de antemano que el pescado está vendido, y demás inocentadas de unos profesionales que parecen encantados de haberse conocido. La gala de los Goya no escapa a ese hastío previamente programado. Y el misterio es que actores y demás familia estén persuadidos del interés que sus hazañas habrán de despertar entre los telespectadores. Con lo bien que algunos quedan en su película, en su obra de teatro.
Settembrini o agostini
Se ve que sólo el afán de servicio cultural llevó a Luigi Settembrini (sujeto rico por su casa según sus palabras, que nunca ha necesitado recurrir al vasallaje de trabajar por cuenta ajena) a elevar a los altares de la filantropía artística internacional a Consuelo Ciscar diseñando los embrollos de bienales valencianas que habrían de oscurecer la fama de los encuentros venecianos. Cuánta pela se ha llevado el italiano y cuánto nos ha costado ese horror a los valencianos es uno de los secretos mejor guardados por la antigua secretaria de Joan Lerma, por lo mismo que esta es la hora en que no hay manera de saber cuánto nos costó la ya olvidada visita del Papa, hostias aparte. Lo cierto es que el tal Settembrini, que no es precisamente Ronaldo, ha hecho aquí su agosto, como tantos otros embaucadores de profesión, y que ahora dice que el millón de nada que le deberíamos no lo reclama él, que va sobrado, sino su empresa. Pues que la denuncie.
La fatiga del intelectual
El ex nuevo filósofo André Glucksmann va y se pone serio y dice que "Francia está en un momento en el que hay que atreverse a pensar", y como aperitivo se dispone a dar su apoyo al recio candidato de la derecha Nicolas Sarzoky en las próximas elecciones de su país, quien, por las demás, cuenta también con las simpatías de intelectuales como Pascal Bruckner, Alain Finkelkraut y Marc Weitzmann, entre otros muchos que creen ver cómo se reproduce en el horizonte francés una situación gaullista y apuestan por la firmeza, mucha firmeza. ¿Será Ségolène Royal una bambi, o bambisa, forrada de acero? Eso, el tiempo lo dirá. El tiempo, que tanto ha dicho ya sobre Sarzoky. Aquí hace ya mucho tiempo que Muñoz Molina o Fernando Savater tuvieron la osadía de pensar de esa manera, y ocurre, por ser un poco bestias, como suele decirse en las partidas de dominó: "Gran pensada, gran cagada". La de pensadas que nos quedan por disfrutar todavía antes de que nos ahorquen el seis doble.
Rosas ensangrentadas
Que una pandilla de jovencitos, abertzales o no, se dediquen a pisotear las flores depositadas sobre una tumba es un acto de una crueldad tan estúpida y salvaje que cuesta entender la motivación política de ese delirio y lleva a la interrogación sobre qué sería del país donde eso ocurre si quienes patean al muerto alcanzaran algún día el poder por ése o por otros medios. Ese acto de vesania psicótica muestra bien a las claras la trivialidad de un mal resuelto a resolver a las malas cualquier conflicto disfrazado de político, a la vez que pone de manifiesto los límites de pánico de unas entendederas que ni siquiera cuando cometen esa barbarie reparan en que escenifican su propia debilidad.
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