Un brindis por Luxemburgo
Viaje a un país sorprendente, cruce de caminos continentales
Puerta de Alemania, de Francia y de Bélgica, Luxemburgo ha sido tradicionalmente un lugar de paso. También para mí. Ya hace tiempo pasé por el pequeño país haciendo escala en un vuelo de Aeroflot a Moscú. Debido sin duda a una avería, la escala duró más de la cuenta, lo que me permitió acercarme a la ciudad, cubierta por una lluvia fina. Recuerdo que entré en un café de la Place de la Gare. Por fuera, el café tenía un aire parisiense, pero por dentro su ambiente era más bien vienés. Los periódicos locales que hojeé estaban escritos en alemán. La gente hablaba un extraño idioma híbrido y de vez en cuando reconocía frases pronunciadas en un francés gutural. De esa fugaz visita y de la moderna arquitectura entrevista en el trayecto al aeropuerto me llevé una impresión de un país satisfecho de sí mismo, dado a los alardes técnicos y a la vez de raigambre aristocrática. Años después entraría en coche en Luxemburgo por el suroeste, desde Francia. En esta ocasión, el destino era la Selva Negra. Pero el paisaje y la atmósfera especial de este reino minúsculo plantado en el corazón de Europa -que ahora, tras serlo en 1995, vuelve a ser capital europea de la cultura junto con las regiones de los países limítrofes (www.luxembourg2007.org)- me retuvieron de nuevo. Visité a una amiga que era entonces profesora de español y vivía con su familia en el barrio de Pfaffenthal, cerca del puente rojo sobre el apacible Alzette. Y luego, siguiendo sus insistentes recomendaciones de visitar el norte y los bosques, me adentré en las tierras de Oesling, parte oriental del macizo de las Árdenas.
Comparte en 2007 con Sibiu la capitalidad cultural europea. Un evento al que se suman las regiones de Francia, Alemania y Bélgica que la circundan. Una zona culta, abierta y plurilingüe.
Tranquilos pueblos de montaña, aunque allí la montaña nunca se eleva más allá de 500 metros, me acogieron entre bosques de robles y pinos. Colinas, campos de labranza y hondos valles esculpidos por los ríos Sûre y Wiltz crean un paisaje cambiante y atractivo, pleno de colores y sabor original, una suave mezcla de lo francés y lo alemán, pues limita con la región germana de Eifel. Las distancias eran cortas; las carreteras, magníficas; buena, la comida, y entre dos lluvias el aire parecía tan puro como en un lugar de la alta montaña. Regresé por el Este y penetré en Gutland (la buena tierra), el sur del estado ducal, donde se concentra la zona agrícola del país y sobre todo sus viñedos, en el valle del Mosela. Una franja de tierras rojas delimitaba los yacimientos mineros, que tanta importancia económica dieron a Luxemburgo en el reciente pasado metalúrgico. Luego, entre Wasserbillig y Schengen, 42 kilómetros a lo largo del río Mosela, que hace frontera con Alemania, estaban los viñedos entre encantadores paisajes fluviales. Recuerdo haber probado el Elbling, un vino blanco, seco y ácido, así como un pinot noir memorable.
Grandes cosas, pequeños países
De todo este recorrido que relato se puede extraer la conclusión de que un viaje a Luxemburgo no da para mucho más de tres o cuatro días. Pero depende de cada uno. Para quien ame los microcosmos, las grandes cosas de los países pequeños, puede ser inagotable. Del tamaño de una provincia, el antiguo Gran Ducado de Luxemburgo tiene la ventaja de que carece de lugares superfluos. Su misma capital se recorre en el tiempo que un barrio de una ciudad mediana, pasando sin prisas los puentes que cuelgan sobre Alzette y el Petrusse. El paseo por la ciudad vieja, con tejados de pizarra poblados de mansardas, reviste un encanto minimalista e íntimo, pues en relativamente poco espacio se encuentran la mole impresionante del palacio Ducal, el edificio del Ayuntamiento y la catedral de Notre Dame, de un rotundo estilo gótico tardío. Puertos seguros del vagabundeo urbano son las plazas d'Armes y la Guillaume, sobre todo los viernes gracias al mercado, y la comercial Rue du Grosse.
El recinto fortificado de la ciudad vieja es una amalgama de aportaciones arquitectónicas de españoles, austriacos, franceses y holandeses hasta llegar a ser uno de los más poderosos de Europa. Por eso fue elegido por los prusianos como baluarte de la Confederación alemana durante cincuenta años, siendo desmantelado en 1867. Todo ese conjunto -acompañado por las fachadas claras y elegantes de las casas, y la negra aguja de Notre Dame- ofrece una imagen de romántica fuerza observado desde las colinas exteriores a las murallas. No en vano el nombre de Luxemburgo es una derivación de Lucilinburhuc, que quiere decir pequeña fortaleza en lengua luxemburguesa, dialecto alemán con aportaciones holandesas y francesas, el idioma que yo no había sabido identificar la primera vez. Pero no hay aquí los problemas lingüísticos que tienen en la vecina Bélgica. El francés sigue siendo la lengua administrativa y la empleada en las señalizaciones urbanas y rurales, mientras que al periodismo se reserva el alemán, y el luxemburgués es "lo que se habla". La inmigración aspira a alcanzar con el tiempo casi la mitad del medio millón de habitantes que tiene el país, de modo que en Luxemburgo se hablan muchas lenguas foráneas, sobre todo portugués e italiano. Como me decía mi amiga, la luxemburguesa genuina es una sociedad multilingüística y envejecida que dentro de poco tendrá que luchar a brazo partido para imponer su identidad nacional y preservar su emporio financiero, que la hacen tan exclusiva y cosmopolita.
Espléndidos castillos
El paisaje de Luxemburgo es un contrapunto perfecto y cercano de su ciudad de bancos y bastiones. Los lagos de Haute Sure parecen más profundos y pacíficos que en cualquier otro paisaje lacustre. Su pasado feudal y sus días gloriosos se reflejan en muchas poblaciones, como en Echternacht, con su abadía y su gran iglesia de altas agujas. La importancia del Gran Ducado como refugio contra invasores en otros tiempos se revela en sus espléndidos castillos. En una región que se llama la Pequeña Suiza luxemburguesa destaca el de Beaufort, que entusiasmaba a Victor Hugo. Erigido sobre una fortaleza de la Edad Media, cuyas ruinas se reflejan en un gran estanque, se trata de un castillo renacentista del siglo XVII. Muy cerca se encuentra el bosque y las rocas de gres de Mullerthal. Uno de los más antiguos es el castillo de Clervaux, que preside un encantador pueblo medieval rodeado de colinas boscosas, situado en un valle estrecho regado por el Wiltz. Clervaux alberga la singular exposición fotográfica de Edward Steichen, americano de origen luxemburgués, creada inicialmente para el MOMA, y en la que muestra retratos de personas de todo el mundo.
Pero el castillo más famoso de Luxemburgo es el de Vianden, joya arquitectónica que data de la época romana y que ha sufrido muchas restauraciones. Del siglo XI son la capilla y el Petit Palais de Vianden, el monumento emblemático del país -vestigio de la dinastía Nassau-Orange, a la que pertenece todavía la familia Gran-ducal-, y que quizá resume su esencia. Allí tuve la sensación de que Luxemburgo, por su discreto tamaño y pluralidad, es como un paradigma de la cultura europea, donde lo pequeño y peculiar resultan a veces más sorprendentes y gratificantes que las rejuvenecidas grandes ciudades.
José Luis de Juan es autor de la novela Sobre ascuas (Destino).
GUÍA PRÁCTICA
Cómo ir- KLM (www.klm.com; 902 22 27 47) tiene vuelos con una escala a Luxemburgo desde Barcelona y Madrid, a partir de 218,10 euros, tasas y costes incluidos.- Air France (www.airfrance.es; 902 20 70 90) tiene vuelos con una escala a Luxemburgo desde Barcelona y Madrid, a partir de 230,10 euros, precio final.- Swiss International Airlines (www.swiss.com; 901 11 67 12) tiene vuelos con una escala a Luxemburgo desde Madrid, a partir de 279,74 euros, todo incluido. Desde Barcelona, a partir de 267,74 euros.Información- Turismo de Luxemburgo (00 352 48 11 99; www.luxembourg-city.lu).- Capital Europea de la Cultura 2007 (www.luxembourg2007.org; 00 35 226 88 20 07).
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