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Columna
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Efectos de la demanda

Euskadi vive su enésima turbulencia política a partir de la comparecencia del lehendakari como imputado ante el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco. El presunto delito es haberse reunido con integrantes de la extinta Batasuna y el procedimiento lo activa el Foro Ermua. Con estos mimbres los jueces hacen un mohín y ponen manos a la obra. Para su asombro, la recepción de la noticia por parte de las instituciones y de la ciudadanía no es el silencio, ni la resignación, ni la conformidad. Claro que, desde otra perspectiva, lo único que puede asombrar es el asombro.

Los jueces, como colectivo profesional, pero también como poder del Estado, atraviesan desde hace tiempo una profunda crisis de credibilidad. Esto es doloroso, especialmente para quienes entendemos el Derecho como una de las más nobles construcciones conceptuales de la humanidad. No obstante, las protestas de la clase política ante actuaciones judiciales no deberían impedir a aquélla recordar su enorme responsabilidad en el asunto: el lamentable estado de la Justicia trae su causa de una lejana apuesta constitucional por la elección política de sus órganos de gobierno, apuesta que ha transformado a éstos, de hecho, en pequeños parlamentos sumamente ideologizados. La división entre jueces "conservadores" y "progresistas", en la que insisten los medios de comunicación y que aceptan, e incluso defienden, muchos jueces y asociaciones, no es más que la certificación de una independencia definitivamente aniquilada. Incluso manifiestos "unánimes" como el que difundió el otro día la comisión permanente del Consejo General del Poder Judicial no hacen más que demostrar el carácter político, vulgarmente político, del órgano en cuestión: ¿frente a qué instancia pueden mostrarse concordantes los sectores "conservador" y "progresista" del Poder Judicial del Estado? Obviamente, frente a un nacionalismo periférico. Hasta la unanimidad de ciertas decisiones es la mejor muestra de que sus móviles internos son extrajurídicos.

Garantizada, desde el propio arranque del edificio constitucional, la subordinación del Poder Judicial a las instancias políticas, el Partido Popular fue más lejos que nadie en su uso particular e interesado. La conducta de ciertos magistrados de infausto recuerdo raya en lo mercenario. No hace al caso traer a la memoria las opiniones o declaraciones de personajes con muy altas responsabilidades en tribunales judiciales o en órganos constitucionales de carácter jurisdiccional, caracterizados por la constante exposición pública de sus prejuicios políticos, cuando no de sus sentimientos de superioridad racial o cultural. En cuanto a la ideología a la que sirven, lo más fácil sería declarar que la derecha española no se merece los dirigentes que tiene, pero lamentablemente la realidad política e histórica es mucho más atroz: la Derecha, en sí, no se merece la derecha española. Es que no está ni para enseñar a las visitas.

Al final, y mal que les pese a sus adversarios (a los activistas y a los meros espectadores), el lehendakari ha salido reforzado del montaje escenográfico-procesal de los últimos días. Ibarretxe ha sobrellevado con dignidad el trámite estúpido e innecesario de explicar cómo se hace su trabajo. Incluso, en lo personal, su figura recobra prestigio y perdidas simpatías: bastaba ver el espectáculo grotesco que propiciaron el pasado miércoles sus demandantes, realizando toda clase de plantes chulescos a la entrada del Palacio de Justicia, para comprender cómo a veces, en política, las victorias morales vienen servidas. Muchos de los posicionamientos del lehendakari son discutibles, pero la torpeza estratégica y la impresentabilidad estética de sus adversarios más iracundos le garantizan una notable capacidad de recuperación. En ese sentido, el uso instrumental de los jueces no parece que vaya a rendir mejores frutos que el uso instrumental, hace unos años, de unos muñecos hinchables pintados de periodistas.

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