Consenso y diálogo
En el último mes, tras el atentado del 30 de diciembre, han tenido lugar numerosos acontecimientos que han reactivado el debate sobre la política antiterrorista. Sin embargo, en cada una de sus comparecencias (ante la prensa, en sede parlamentaria o en encuentros bilaterales), tanto el Gobierno como la oposición se afanan por repetir lo que vienen reiterando desde hace casi dos años, cuando comenzó a intuirse un posible proceso de paz. En vez de mostrarse unidos en un asunto que debería constituir una política de Estado, se reafirman en posiciones que, pese a la evolución de las circunstancias y al intercambio de información entre ambos, no han sido nunca matizadas o reconsideradas por ninguno de ellos.
Que dos personas que se comunican en plenitud no empaticen lo más mínimo la una con la otra es algo que los lingüistas han calculado ser estadísticamente muy improbable. Lo que suele ocurrir en la mayoría de los casos es que, cuando dos partes se expresan con el propósito de alcanzar un acuerdo, sus posturas se terminan allegando, de modo que el conflicto se resuelve por una sucesión de aproximaciones que sitúa la solución en un punto racionalmente satisfactorio para ambos. Por consiguiente, no tiene mucho sentido que PP y PSOE lleven ya años enfrentados en este crucial asunto.
¿En qué casos puede ocurrir que, pese al intercambio de argumentos, los que hablan no se convenzan mutuamente? En los casos en los que al menos una de las partes sea irracional (aunque su discurso guarde la apariencia de racionalidad), y en los casos en los que una de las partes saque réditos de la polémica -esto último se da cuando uno miente deliberadamente acerca de sus verdaderos objetivos: en realidad, no le interesa que se solvente el enfrentamiento pero no quiere, por cuestiones de moralidad o decoro, que se le acuse de rehuir el debate-.
Tras casi dos años de desencuentros entre el partido en el Gobierno y el principal partido de la oposición, y teniendo en cuenta que la postura del PSOE es secundada por el resto del Parlamento, es lícito sospechar que el PP no se mueve ni un ápice de sus pretensiones iniciales por alguno de los motivos aducidos, a saber: que o bien interviene con un discurso demagógico -apelando a los sentimientos irracionales de los ciudadanos-, o bien rentabiliza al máximo entre su electorado la confrontación partidista, al tiempo que acude a entrevistarse con el Gobierno sin voluntad constructiva.
No hay nada en el credo socialista ni en el credo popular que justifique que estos dos partidos no puedan ser capaces de hacer causa común en el modo de poner fin al terrorismo. El PSOE ha defendido el diálogo con ETA, a condición del abandono de las armas. Con violencia no puede haber diálogo, porque hay coacción. El PP, no: hoy prefiere el monólogo de la victoria por aplastamiento, sean cuales sean las circunstancias. No obstante, ambos partidos han dialogado con la banda cuando han estado en el Gobierno, y son conscientes de que a medio o largo plazo tendrán que hablar con ella para afianzar la paz. En cualquier caso, el consenso entre ambos será imprescindible en ese escenario para que la palabra del Gobierno sea también, de forma inquebrantable, la del Estado.
En relación al final del terrorismo, la experiencia histórica demuestra que los problemas se resuelven de manera definitiva cuando ambas partes ganan aparentemente algo en relación con la situación de conflicto. Las aniquilaciones del adversario nunca se dan al completo, siempre quedan rebrotes que al cabo de un tiempo reactivan el problema. Por lo tanto, parece que lo más razonable por lo que respecta al fin de ETA será, tarde o temprano, la vía del diálogo. El PP sabe que esto es así, y aunque a corto plazo le resulte más rentable evitar el consenso, si llega al Gobierno y percibe posibilidades de paz, volverá a dialogar con la banda en cuanto se le presente la oportunidad.
Kant dijo que sólo el diálogo asegura la paz perpetua, y es que mediante el diálogo ambos bandos comparten un porcentaje del éxito global. Tratándose de grupos humanos, de opciones políticas, de identidades nacionales... esa venta política de la victoria es esencial para garantizar una estabilidad que dé paso a una nueva generación, liberada ya de la lucha ideológica de los padres. A nadie se le escapa que, cuando en la Transición se amnistió a los guardianes del régimen, y el régimen a su vez amnistió a sus opositores, hubo diálogo. De ese diálogo surgió una generación que ya ha cumplido treinta años sin violencia, para la que aquel clima de desestabilización y odio resulta algo ajeno y extraño.
El PP opta hoy por el exterminio, seguido de la humillación de ETA; pretende asegurarse de que ningún etarra pueda decir a su hijo que haber sido un asesino ha servido para forjar una Euskadi mejor. Al PSOE y al resto de los partidos de la Cámara, con tal de que se acabe la violencia, les da lo mismo lo que los etarras puedan contar de sí mismos a sus futuros electores. A excepción de los diputados del PP, todos piensan que la paz pasa porque cada parte convenza a los suyos de sus logros respectivos. Hay que darse cuenta de que si no se hubiese permitido a los ministros de Franco y a los exiliados de izquierdas hacer una lectura triunfal de su sacrificio para salvar a España, hoy no viviríamos en una democracia.
Se resuelven los conflictos históricos porque, afortunadamente para nuestros hijos, nos morimos. Porque nos sustituimos. Las generaciones sucesivas carecen del contexto en el que se engendró la violencia, y sin protagonistas, el odio se desvanece. De quiénes son los buenos y quiénes los malos, ya se encarga el tiempo de hacer su juicio en la memoria.
Irene Zoe Alameda es escritora.
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