El valor del encanto
EL PAÍS presenta mañana, por 8,95 euros, 'Charada', comedia de Stanley Donen con la que finaliza la colección de Cine de Oro
A veces la calidad del cine no puede medirse mediante parámetros tangibles. A veces el cine va mucho más allá de una gran historia, de una magnífica interpretación o de una impecable producción. A veces el arte (y también el espectáculo) se nutre de pequeños detalles, de conceptos tan difícilmente explicables como la sofisticación o el encanto. Charada, película dirigida por Stanley Donen en 1963, es uno de esos casos.
Una sonrisa cómplice, una nota musical en el momento justo, un paseo por un escenario privilegiado, una réplica sorprendente con la cadencia exacta. Incluso un abrigo de marca de un color especial. Todas estas cosas (y muchas más), aunadas o por separado, conforman el irresistible atractivo de Charada, intriga de espionaje en tono de comedia protagonizada por dos de los más grandes mitos de la historia del cine: Cary Grant y Audrey Hepburn, pareja romántica cargada de química y de credibilidad a pesar de la enorme diferencia de edad entre ambos. Cincuenta y nueve años tenía Grant y 34 Hepburn cuando se rodó la película. De hecho, el actor inglés se resistió durante un tiempo a formar pareja con alguien con edad suficiente para ser su hija y animó a los creadores a que se incluyeran en el guión un par de diálogos en los que se bromeara sobre la desigualdad. Audrey, por su parte, parecía menos preocupada a fuerza de experiencia: a esas alturas de su carrera venía de formar pareja con Gregory Peck en Vacaciones en Roma (13 años de diferencia entre ambos), con Humphrey Bogart en Sabrina (30 años) y con Gary Cooper en Ariane (28 años). A pesar de un rostro afable, incluso un tanto aniñado, la fuerte personalidad de la actriz y el carácter férreo e independiente de sus personajes conseguían que los que podrían haber sido sus padres resultaran creíbles como sus amantes.
Charada se inicia con un prólogo que muestra la caída de un hombre desde el vagón de un tren y un primer plano ensangrentado de su rostro. Sin embargo, tras la escena inicial, que parece marcar un tono violento, surgen unos coloristas títulos de crédito creados por el diseñador Maurice Binder, que un año antes había otorgado su inconfundible sello de autor a los créditos de Dr. No, el primer James Bond, convirtiendo al agente encerrado en un círculo y disparando a la cámara en un mito de la cultura popular. Es entonces cuando el tono, acompañado de la inconfundible partitura de Henry Mancini, gira hacia la sofisticación, la alegría de vivir y el espectáculo más placentero. A partir de ahí, la frescura de los diálogos, de sus réplicas y contrarréplicas, se impone sobre una intriga de espionaje emparentada con el Alfred Hitchcock más cómico (el de Con la muerte en los talones), en la que los muertos (todos ellos en pijama) se suceden casi a ritmo de musical, al tiempo que se muestra un juego de identidades tan enigmático para sus personajes como entretenido para el espectador. Una especie de whodunit (¿quién ha matado a quién y por qué?) de clara raigambre en La ratonera, de Agatha Christie.
Charada, una delicia del color con el que se pintan los sueños.
Babelia
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