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Columna
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Obra en curso

Paseando la otra tarde por la Alameda de Hércules, ese depósito de escombros del centro de Sevilla, me acordé de dos personas que a lo mejor no tienen nada que ver, pero que aprovechando algunos de esos vericuetos del cerebro por donde a veces se cuelan los sueños no digeridos del todo y se esconden los pensamientos que no han acabado de gestarse, me insinuaron una vaga conexión. Miré las aceras de la patria mía, no sé si un tiempo fuertes pero sí desmoronadas, y pensé en una carpeta verde que James Joyce, el hombre de las gafas, guardaba en un cajón de su escritorio y que transportó impenitentemente en las profundidades de la maleta a lo largo de sus peregrinajes por Europa, de Dublín a París, de Trieste a Zurich. La carpeta contenía una promesa: la obra total, la novela definitiva que siempre está por hacerse, a la que Joyce sumaba sin fatiga notas garrapateadas en esquinas de periódico, frases que había leído en manuales de geografía, pensamientos alumbrados por el insomnio a esa hora en que sólo resta el consuelo de las bombillas y que habían hallado asiento en la hoja impar de un cuaderno. En la portada de la carpeta podía leerse en gordas letras negras: Work in progress, trabajo en curso. Después de los años y la ceguera, el hombre de las gafas sospechó que jamás podría colocar el colofón a aquel acopio confuso de párrafos, capítulos entreverados, destellos y anécdotas que continuamente rescribía, tachaba y volvía a iniciar, desechando los avances para arrojarse a un nuevo comienzo. El resultado consistió en el reconocimiento de una derrota: Joyce dio a la imprenta Finnegans Wake, un amasijo extraño de novela, poesía y mal chiste que definió, en un acto de honestidad para con sus lectores, como su gran obra inconclusa, su obra imposible de concluir. Pensando en Joyce me acordé entonces de otro hombre con gafas, acosado, también él, por la desdicha y el insomnio. León Trotsky escribió alguna vez que, contra el criterio de los aprendices de Robespierre, que consideran contiguos la guillotina y el despacho, la revolución no se acaba nunca: la revolución es un acto perpetuo, continuo, que no puede cerrarse, una corrección eterna del presente, un trabajo siempre en curso. Las metas a las que estos dos grandes miopes del siglo pasado consagraron sus vidas convergen en un punto: en el punto final, que no existe.

El alcalde pretende acelerar las obras de la Alameda con la intención de que terminen para el mes de mayo, en una fecha que, curiosamente, coincide con los comicios municipales. El resultado, según testimonia una recreación informática que se exhibe en mitad de la plaza, consistirá en un paisaje de otro mundo, con árboles esmeralda y personajes de prospecto de inmobiliaria que pasean sobre un ajedrezado. Yo soy amante de la ciencia ficción y no tengo nada que objetar a este fotograma, salvo que eso no será la Alameda: ya nada puede ser la Alameda. Para mi generación, ese enclave del corazón de Sevilla coincide con la novela de Joyce y la revolución de Trostky: es el trabajo perpetuamente en curso, la obra que no conoce desenlace, el futuro al que, como el reino de los cielos, hay que aspirar de continuo aun en la certeza de que nunca lo tocaremos con los dedos. Primero fue el boquete abierto en mitad del pavimento, promesa de un metro que jamás llegó; a continuación la excavación del aparcamiento subterráneo, que se confundía con el proyecto de un personaje de Julio Verne; más tarde la improvisación de un acerado que variaba de mes en mes, de año en año, y que de las cuadrículas pasaba a los hexágonos como para ofrecernos lecciones de geometría callejera. Después de la tala de los álamos, de la plantación de pivotes junto a la calzada, de la erradicación del mercadillo, hemos olvidado qué era la Alameda, qué pretendía ser. El alcalde asegura que los trabajos están por acabarse, y esa noticia, más que alivio, me trae un atisbo de nostalgia: echaremos de menos la Alameda destripada y abierta en canal, la Alameda en que crecimos. Porque lo que no se acaba posee el encanto de poder ser de otro modo, de seguir prometiendo sorpresas: todos desearíamos un amor eterno, inacabables veranos, relojes que no necesiten cuerda.

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