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Columna
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Humaredas, palabras

En sus últimos tiempos, Kapuscinski, el periodista, el trotamundos, se había replegado hacia la poesía. Había descubierto la desnudez precisa de la poesía, la posibilidad de que la inteligencia poética (como quería Juan Ramón Jiménez) le diera el nombre exacto de las cosas. El periodismo, en muchas ocasiones (demasiadas), es una confusión, un completo extravío, una humareda de palabras en forma de escándalo. Kapucinski, nos han contado hasta la saciedad en todos los medios de comunicación, información y desorientación social, ha sido un maestro, el gran maestro de los periodistas del mundo, nada menos, eso es (eso ha sido, nos dicen y repiten) el reportero y escritor polaco.

La retórica del periodismo (que tan bien estudió Francisco Ayala) funciona de ese modo. Maestro de periodistas, Kapuscinski, de acuerdo. ¿Pero maestro de quiénes, de cuáles periodistas? Eso no nos lo cuentan en los informativos. Me gustaría saber si Kapuscinski inspira o ha inspirado la labor de los profesionales que presentan esos programas rosas o marrones que inundan las pantallas, o si los honorables empresarios que poseen el control de ciertos medios de comunicación, ciertas radios (no sólo episcopales) y ciertos canales de televisión interpretan el periodismo en el sentido en el que Kapuscinski decidió interpretarlo. Lo cierto es que uno, por más que mira a su alrededor con atención, no ve por parte alguna el magisterio de un periodista honrado que terminó escribiendo poesía en un mundo cada vez más ruidoso. El periodismo que se lleva es otro.

Pienso en la huída hacia la poesía de Kapuscinski estos días helados y brumosos de Euskadi. En la huída hacia el centro del lenguaje. "Nuestro lenguaje ha permanecido igual a sí mismo y nos desvía siempre hacia las mismas preguntas", eso escribió, hace más de setenta años, Ludwig Wittgenstein. "Mientras existan adjetivos como 'idéntico', 'verdadero', 'falso', 'posible', tropezarán los hombres siempre con las mismas dificultades y mirarán absortos algo que ninguna aclaración parece poder disipar". Estos días helados y brumosos de comienzos de año las palabras de nuevo, como siempre, nos hacen tropezar. Si la poesía es salida interior o último refugio de la palabra, la política es justo lo contrario. Necesaria y confusa, la política juega a sacar el lenguaje a la calle. El lenguaje reducido a pancarta. Las manifestaciones de este mes, con los siniestros regateos por una palabra de más u otra de menos, han puesto en evidencia lo que nadie ignoraba: el político (no la política) prostituye el lenguaje, es el chulo que vive de los adjetivos, abusa de las palabras hasta dejarlas secas, exprimidas como una naranja sin contenido alguno.

Esta vez le ha tocado a la independencia. No a la territorial, que tantas veces ha sacado a la calle a parte de la ciudadanía. La independencia como necesidad y virtud de los poderes. La de los jueces y la de los políticos y, en general, la de todos y todas (que dirían Madrazo y/o Ibarretxe). Pero ¿quién es completamente independiente? Quienes han puesto en entredicho la independencia del Poder Judicial ahora deciden que los jueces son libres y que el Gobierno es poco menos que un rehén de ETA. Quienes no han hecho otra cosa que acusar al Gobierno de controlar a la judicatura ahora lo acusan de lo contrario (de no tener arrestos para parar los pies a ciertos jueces). Quienes más hablan de la falta de independencia de unos y otros, me temo (me lo huelo) son quienes desearían gobernarnos a golpe de decreto. La independencia pura, convertida en arquetipo platónico es eso, un arquetipo, una bonita alegoría de piedra.

Nadie es independiente por completo. Dependemos de todos y de todo, de nuestro nacimiento y nuestro nombre, del color de nuestra piel, del nuestro hígado y de nuestros pulmones, de nuestro humor y nuestra inteligencia, de nuestra educación y nuestra fe, del frío y del calor. También los jueces, hasta lo más independientes, que deberían ser todos, dependen de estas cosas, son hijos de sus padres y sus madres. Su carga es muy pesada. Interpretan la Ley, pero la Ley es lábil como los mandamientos de la Iglesia Católica. La Justicia ha de ser independiente y, sobre todo, justa. Pero los jueces no siempre lo son, aunque lo intenten denodadamente. Las consecuencias de sus actos son a menudo graves o fatales. Sus palabras, de hecho, son actos.

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