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Nuevo Estatuto
Columna
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Los andaluces

Decían "Ojú, que frío". José Hierro dedicó en su Libro de las alucinaciones (1964) un poema a "Los andaluces". Había coincidido con muchos andaluces en las cárceles de la posguerra franquista, y los recordaba temblando de frío, con sus ropas delgadas, telas tejidas para cantar y morir siempre al sol. Parecían hechos de indiferencia, pobreza, latigazos, obligados a soportar el frío de Ocaña, la nieve de Burgos, el viento helado del mar de El Dueso. Decían "Ojú, que frío". Un espantoso, tremendo, injusto, inhumano frío. Pasados los años, al viajar por Huelva o Jaén, veía a los muchachos en las plazas de cal, y se acordaba de sus padres, de aquellos andaluces compañeros de cárcel, que no dejaban ni siquiera sombra al caminar por los pasillos y los patios, más solos que ninguno. La pobreza obliga a la humillación, a una silenciosa dignidad, sobre todo en años de derrota, cuando las ilusiones y la rebeldía acaban de ser pasadas por las armas. La historia dejó secuelas, el tiempo de las cárceles fue desplazado por el tiempo de la emigración, y los muchachos de las plazas de cal hicieron sus maletas de cartón y viajaron al norte, a los suburbios de París o de Frankfurt, para seguir pasando frío, ¡ojú, que frío!, y para que un poeta como José Hierro les deseara un grano de trigo, una oliva verde, el aliento de la tierra, el párpado del sol, "para ayer, para mañana, para rescataros... Quiero que despierten del pasado de frío". Aunque la realidad se haya movido de una manera vertiginosa, no hace tantos años de aquellos fríos, de aquella dignidad en la miseria, de aquella pobreza negociada por los andaluces en los trenes nocturnos y en los campos y las ciudades del norte. Más que de un espacio, somos herederos de un tiempo, y yo recuerdo el tiempo de la emigración, y las caras agrietadas y rojizas de los campesinos, y las condiciones de trabajo de los albañiles que levantaban al final de los años 60 las extensiones cicateras y sórdidas de Granada.

Por eso, por ese tiempo, considero muy mío el nuevo Estatuto de Andalucía. Me emocionan poco los debates sobre el concepto de nación. Pero reconozco como mío el artículo 37, cuando declara como objetivo "la integración laboral, económica, social y cultural de los inmigrantes". Y el artículo 62, cuando Andalucía se responsabiliza en el marco de sus competencias de la integración y la participación social de los inmigrantes. No quedan muy lejos las escena contadas por Juan Goytisolo, las señoras parisinas quejándose del servicio, de lo ladronas y poco fiables que eran las muchachas andaluzas. Hay quien recuerda carteles en las puertas de las discotecas, prohibiendo la entrada a los perros y a los emigrantes. Considero muy nuestro el Estatuto cuando, en medio de los contratos basura y la siniestralidad laboral, el artículo 169 compromete a los poderes públicos a orientar sus políticas "a la creación de empleo estable y de calidad para todos los andaluces y andaluzas". No se trata de simple palabrería. En el Estatuto se reconoce una clara voluntad de consolidar los amparos públicos de un Estado democrático y de derechos sociales. Y es aquí donde yo reconozco la historia de Andalucía, el legado de su experiencia, el pacto de una identidad social y de unas leyes. Porque hemos pasado mucho frío en el penal de El Dueso, y en las calles de París, con nuestra ropa para vivir y morir al sol. En un Estatuto nacido de la negociación, del consenso, de la política, donde se ha querido integrar incluso a la minoría que no lo apoya, resulta lógico que haya cosas que sobran y cosas que faltan, disposiciones que gustan más o que gustan menos. Pero un Estatuto no es una declaración individual, sino un marco en el que convivir, y yo siento muy mío, muy de mi historia, el deseo de legalizar el calor o, por lo menos, las temperaturas suaves. Me parece importante, y no solo por el frío que hemos pasado, sino por los tiempos de ahora, por la Europa de hielo neoconservador, empeñada en acabar con ese pacto de derechos, deberes y libertades que llamamos Estado.

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