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Columna
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Gafas oscuras

Vicente Molina Foix

No es normal que un sábado por la mañana la calle del Arenal esté llena de guardias inmaculadamente vestidos de uniforme. Si hay una manifestación cercana, el cuerpo armado va un poco más adán, con el arma visible, y desfiles de la Bandera, la Raza o el Santísimo parecían impropios de un 20 de enero. Así que me puse a seguirlos. El misterio se resolvió nada más entrar en la plaza Mayor, y no tiene suspense; cualquiera de mis lectores leería el domingo la noticia en primera página de esa concentración de más de 3.000 guardias civiles en reclamación salarial y civil.

Al darme cuenta de lo que se trataba, volví a Arenal y seguí mis compras de rebajas, y los discursos, las proclamas y los abucheos gubernamentales de rigor los leí y vi como ustedes en la televisión y el periódico. ¿Se fijaron ustedes en la gran cantidad de gafas negras que llevaban los guardias?

Simultáneamente, había llegado a mis manos un artículo estremecedor publicado en el diario The Independent por el historiador inglés de origen español (por parte de padre) Felipe Fernández-Armesto, autor del reciente Los conquistadores del horizonte.

Armesto cuenta en él lo que le sucedió al llegar a la capital del Estado de Georgia, Atlanta, para asistir a la conferencia anual de la American Historical Association, después de haber pasado más de un año como profesor en Estados Unidos "sin entender el país". Fernández-Armesto lo entendió en pocos minutos, recordando una frase de Nelson Mandela que no se le olvidaría en los días venideros: "Nadie conoce de verdad una nación sin haber estado dentro de sus cárceles".

Siguiendo a otros peatones que lo hacían, el autor del excelente Historia de la comida (Tusquets Editores) cruzó una calle sin tráfico de coches ni peligro visible, pero donde no estaba permitido hacerlo, incurriendo por ello en lo que la policía llamó "jaywalking", literalmente "caminar estúpido". Al contrario que los guardias civiles de Madrid, el agente que detuvo en la calle a Fernández-Armesto no iba de uniforme, y el historiador, lógicamente desconfiado, le pidió que se identificara. Eso fue su ruina. El hombretón le arrancó las gafas de un manotazo, le tiró al suelo, le inmovilizó brutalmente y, con la ayuda de otros cinco policías aparecidos allí de inmediato, le esposó, le arrastró a empellones a un furgón y le llevó a la comisaría, donde el ilustre académico sufrió todas las humillaciones de los sospechosos habituales: desnudamiento, examen de los genitales, fotografía de frente y de perfil, toma de huellas dactilares.

De la comisaría del distrito pasó a la cárcel bajo la peligrosa acusación de "jaywalking", y en la cárcel, dice en su artículo el actual titular de la cátedra Príncipe de Asturias de la Universidad Tufts de Boston, su suerte mejoró mucho; las celdas eran sucias y fétidas, los detenidos le miraron mal al principio por su buena ropa y se burlaron de él al oír su acento de Oxford (donde Fernández-Armesto estudió y dio después clases), pero el personal era amable y comprensivo y, sobre todo, trataba a todos los internos con la misma delicada profesionalidad. Por ello, el dictamen final sobre Estados Unidos que, según los términos de Mandela, ha sacado el historiador del incidente no es tan pesimista. Lo inseguro en ciertas ciudades, y Atlanta por lo visto tiene fama, es andar por sus calles: cuando no te atraca un ladrón te derriba un policía a quien tu andar le parece más tonto de lo normal.

Como todos los policías norteamericanos llevan gafas oscuras en las películas (en la realidad mejor es no mirarles a la cara), la asociación de ideas me vino de manera inmediata el sábado pasado. La Guardia Civil también ha salido en muchas películas españolas, en muchos chistes, en los poemas de Lorca, en las pesadillas de la dictadura.

Su tricornio es romántico, sección españolada, y su verde un poco chillón, no habiendo sido matizado como el gris o el azul que identificaba a otros cuerpos represores. Han cumplido, sin embargo, desde la democracia, una función sufrida y digna, y lo que pedían en la plaza Mayor era razonable y merecido, arropándoles en su manifestación no los hombres del Partido Popular de Acebes o de la Asociación de Víctimas del terrorismo de Alcatraz (perdón, Alcaraz), sino personas tan irreprochables como Fernando Savater y el líder de CC OO José María Fidalgo. Que les desmilitaricen, como prometió el PSOE en su día, que les paguen justamente su ingrato trabajo, y que les den la facultad de reunirse. Pero, por favor, que se quiten las gafas negras que uno asocia con los matones de la Junta de Pinochet o, en el mejor de los casos, con la brutal policía de Atlanta.

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