Odio
Líbano volvió a la normalidad el miércoles, si es que uno puede asumir como normal que el día anterior ha contemplado uno de los rostros más duros que puede devolverle el espejo: el del odio entre facciones, entre confesiones e incluso el odio interconfesional. El país entero conserva las huellas de ese estallido de rencor, junto con las basuras apiladas, los restos de neumáticos quemados, las piedras diseminadas por todas partes. Odio parido, transmitido con la sangre y elevado al enfrentamiento por las palabras previas que todos los políticos -no sólo la oposición: todos, incluso aquellos que deberían mostrarse más responsables- han ido vertiendo a lo largo de semanas, de meses. Prácticamente desde que terminó la guerra entre Hezbolá e Israel. Aquella unidad aparente impuesta por el ataque indiscriminado del Estado vecino, aquella libanidad tan predicada en los primeros días de la posguerra, han desaparecido por completo de la escena. Incitaciones al odio, odio y más odio.
Lo que el martes vimos en Beirut no fue sólo la manifestación brutal de que el Partido de Dios quiere sacar de su sitio al Gobierno, y como sea. Fue también una demostración de fuerza ciega: la fuerza de los débiles. Numerosos muchachos sin trabajo ni perspectiva de tenerlo, por culpa de la pésima gestión económica gubernamental -de este gabinete y de los anteriores: endémica en Líbano, como la corrupción y el mal funcionamiento de los servicios públicos- y del desastre que supuso la invasión israelí, se echaron a la calle con palos y con piedras. Líbano es un país que se escora con rapidez hacia su propio abismo. Muy pocos de entre los que no son ricos se sienten pertenecer a él. Es el país de los desamparados y de los excluidos. De los licenciados sin empleo, de los honestos empleados despedidos, de los chavales que no pueden estudiar. También es el país en donde estas carencias van a contar, y mucho, en el enfrentamiento sunni-chií que se avecina, y del que la huelga del martes fue un simple aperitivo.
Ninguna Conferencia de Donantes puede arreglar eso. La crisis de Líbano es estructural. Necesita una renovación de su clase política. Necesita también exorcizar su odio, domeñarlo.
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