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Columna
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La doble voz

No sé si tengo un mundo o soy un mundo, pero lo cierto es que me cuesta sintonizar con determinados colectivos. La izquierda abertzale, por ejemplo, me resulta antipática y lejana, y los tufos del vasquismo militante, en general, me producen muy pronto claustrofobia. Sin intención de buscar equilibrios complacientes, diré también que no me desagradan menos los tufos del españolismo militante, aunque debo reconocer que éste no es mi problema, que ese españolismo no forma parte de mi vida ordinaria. Todo lo que me rodea es vasquista y los únicos españolistas que conozco son reactivos -es lo que se solía decir antes del nacionalismo vasco, que era reactivo, o defensivo-. Reactivos, en primer lugar, respecto a su propia historia, ya que si no anduvieron antes por los aledaños de la cosa, no estuvieron muy lejos de su ámbito de influencia. De patria a patria, no parece que nos resulte fácil escapar del círculo patriótico, de manera que la tan mentada sanción de E. M. Forster de que si se viera obligado a elegir entre la patria y los amigos él elegiría a estos últimos sería de difícil aplicación entre nosotros: aquí hasta los amigos son encarnadura patriótica, realidad que torna inviable cualquier opción. Sé que la misantropía es expresión del fracaso, pero, lo siento, me basta una simple sonrisa para saber por dónde me viene el peligro, y los nacionalistas sonríen mucho, supongo que para enseñarnos los dientes.

Lo opuesto a la gasolina es la cordura, pero su contrapeso parece ser la dulzura. Lo digo porque entre nosotros entre el borroka más híspido y el blandiblú no hay solución de continuidad. A nada que se les destape el corcho resultan ser lo mismo: debe de ser esa la pluralidad de la patria. Al borrokaza se lo ve, pero al dulzarrón yo lo huelo, y no tienen más que leerlos a unos y a otros para ver hacia dónde convergen. Son las dos gamas del discurso ultramontano, el de la amenaza y el pastoral, y en cuanto la nación se radicaliza aparecen las dos hasta en las mejores familias: vean si no a Egibar, el híspido, y a Ibarretxe, el blandiblú, en la familia de quienes nos mandan. Supongo que este doble rastro de Jano de lo mismo tiene hondas raíces entre nosotros y que no debe de ser ajeno a nuestra inveterada afición a unir trono y altar con los mismos lauros. Al fin y al cabo, el trono era cosa de sangre, y el altar, pues también, qué quieren que les diga. Entre la sangre hereditaria y el espíritu que sangra sólo difieren los tonos del borbojo, y es lo que nos queda de esa doble ascendencia: los tonos de la voz, eso sí, con unidad de destino.

Supongo que será tarea obligada del futuro inmediato auscultar esos tonos de voz. No es una labor que me agrade, pero me temo que incurriré en ella, como todos. Pondremos el oído hacia la dulce voz, sin darnos cuenta de que llevamos años escuchándola, de que es emitida por el mismo monstruo que la áspera. Cierto que a veces ha conseguido desgajarse del emisor y volar por su cuenta, aunque es igualmente cierto que las ilusiones que suscitó eso en nosotros duraron lo que el rayo, una nada: el monstruo sigue ahí, y sigue con ambas voces, la dulce y la áspera. A cada desapego le sigue la recomposición, pero volvemos a alimentar nuestra paciencia con el autoengaño. Ahora sí, decimos, ahora parece ser que se imponen los dulzarrones. Y el resultado nunca supera el de una pequeña escisión clerical. Y así, cada ocho años. Menos es nada, y podemos consolarnos, pero, ¿cuántos años se necesitarán, cuántas veces tendrá que despegarse la dulzura para que se acabe de una vez esta tortuta?

Leo con interés las declaraciones a este periódico de Patxi Zabaleta, coordinador general de Aralar. Hay cosas que no entiendo muy bien de su trayectoria política, como su referencia a las dos almas de la izquierda abertzale -Batasuna, en la época a la que se refiere-, de las que una daría prioridad a la política. Me cuesta entender tanta ceguera respecto a la rotunda evidencia militarista de todo ese mundo y que nadie que quiera recurrir a las vías políticas pueda convivir tantos años en ese generador de muerte. Bien, no lo entiendo, no lo he entendido nunca, y sin embargo, Patxi Zabaleta me parece un hombre razonable, una de las voces más razonables del nacionalismo en la actualidad: es voz de cordura, no de dulzura, aunque disiento de alguna de sus afirmaciones.

Voz de cordura, sí, eso es lo malo, que la cordura acaba marchándose pero nunca consigue arrastrar tras de sí a ese mundo. Ahí no triunfan los dulces, triunfan los ásperos, el trono y el altar con su sempiterna espiral de muerte. ¿Merece la pena escucharlos?

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