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Columna
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Ilusiones

Todo fluye, ¡pero a qué velocidad! Los tambores que atronaron Donosti ya no son más que un recuerdo lejano -tambores lejanos-, por no decir la Navidad, tan distante como un cuento. Sólo permanecen algunas cosas, como la gresca entre ciertos partidos, pero no voy a referirme a ella, sino al Árbol de la Ilusión. Bajo este nombre tan cursi se alzaba ante el Ayuntamiento donostiarra un árbol de Navidad que debía recoger en sus entrañas los deseos para 2007 de los ciudadanos que tuvieran a bien expresarlos. Una vez abiertas como quien dice las plicas, los deseos se revelaron de lo más previsibles. Tanto hubiera dado que nuestro ilusionante alcalde los hubiera expresado él mismo: bondad universal, paz, riqueza -ja, ja-, buen rollito, etcétera, etcétera, sólo que entonces no hubiera habido eso que tanto le gusta a nuestro alcalde: participación ciudadana (aunque no valga para nada). Sin embargo, se produjeron deseos de lo más políticamente incorrectos. Hubo quienes pidieron el mal para otros, aunque, eso sí, de manera bastante inofensiva, porque el deseo se limitaba a la suerte del Athetic implorando que descendiera a Segunda. También es verdad que había algunos deliciosos como el de aquel mocete -la petición suena a niño- que escribió: "Deseo que no me pite el clarinete en el concierto". No hay que hacer un gran esfuerzo de imaginación para ponerse en la piel del chaval angustiado por la perspectiva de exhibirse en público ante el albur de que le pite el clarinete. Cómo tendría que encontrarse para desear dentro del cúmulo cuasi infinito de posibilidades que el Árbol de la Ilusión le ofrecía, una tan modesta e inmediata.

El género humano somos, por regla general, menos modestos y, sobre todo menos directos a la hora de expresar, aunque sea de manera indirecta, nuestras angustias. Esta circunstancia favorece mucho a la psiquiatría, bueno, a los psiquiatras, que así tienen la ocasión de eternizarse con sus pacientes de la manera altruista que saben. En cambio, representa un obstáculo para la política. Si todos los políticos expresaran en público sus verdaderas razones y sus dudas, otro gallo nos cantaría. Imaginemos por un momento que el político X no cree en la línea de su partido, sólo en un momento dado o ante un problema concreto (seamos generosos), pero no se atreve a manifestar su discrepancia, porque perdería todo lo que tiene. Podemos imaginarlo muy angustiado y ansioso -seamos bienquistos-, pero, ¿qué ocurriría si pidiese en público que no le pitase el clarinete? Que los suyos le tocarían la bandurria y sus votantes, el bombardino. Es que somos así de tocapelotas, siempre y cuando se trate del prójimo, porque de lo nuestro sólo sabemos reconocer ante los demás que no sólo no nos puede pitar nada, sino que estamos muy por encima de considerar siquiera tan peregrina eventualidad. Y, claro, luego nos toca llorar que sí, que, efectivamente, hemos perdido el fa de nuestro clarinete.

Pero aquí estamos. Con un par. De clarinetes. Quiero decir que, por regla general, nos va más ir a nuestra bola y pasar todo lo que podamos. Pero he prometido no hablar de Gemma Zabaleta. Tampoco hablaré de la antidesfilitis de Rajoy. Tengo un día de ésos. Que es lo que iba diciendo, que propendemos con mucha facilidad a no inmiscuirnos en nada, pero, eso sí, reservándonos la última palabra: antes lapidarios que solidarios. Por eso nos gusta Humphrey Bogart. Y como han transcurrido cincuenta años de su muerte, nos gusta todavía más. Lo cierto es que nos morimos por poder decir alguna de sus frases lapidarias, que es a lo que iba. Todavía no conozco a nadie que no hubiera querido decir: "¿Mis intenciones? Son totalmente censurables, pero muy prácticas". Y no sólo en contextos de amor. Hombre, ya sé que la frasecita de marras no está al alcance de un pocero cualquiera, pero no me negarán que puesta en boca de Llamazares habría quedado mal. Perdón, había dicho que no iba a mencionar esas cosas. Ya lo dijo Bogart: "Si la cabeza dice una cosa y tu vida otra, siempre pierde la cabeza".

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