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Confianza, oportunismo y democracia

El fantasma del Carmel ha estado amenazadoramente presente estos últimos días. Las grietas aparecidas en las viviendas contiguas al trazado del AVE en El Prat han alcanzado una vez más a la vida política y han amenazado con agrietar de nuevo y un poquito más a los ya de por sí frágiles cimientos sobre los cuales se edifica la confianza de los ciudadanos hacia las instituciones de gobierno. En verdad ya llevamos muchos meses pendientes de la aparición de cualquier grieta -independientemente del tamaño de ésta-, con la condición de que aparentemente sea atribuible a cualquier obra pública, para organizar un pequeño akelarre donde los vecinos, los ingenieros, el gobierno, la oposición, los medios de comunicación y los ciudadanos en general contribuyen activamente para transformar el incidente en un fenómeno de alarma social. No se trata de minimizar ningún problema ni evidentemente de menospreciar el problema específico que unas obras puedan generar en las viviendas cercanas, pero tampoco alcanzo a comprender qué aporta esa predisposición a magnificar cualquier incidente de esta naturaleza haciendo pivotar sobre él y durante unos días la centralidad del debate social y político del país. Los vecinos directamente afectados tienen todo el derecho a ser escuchados, recibir una atención especializada y personalizada de manera inmediata y a recibir las compensaciones proporcionales a los daños o molestias causadas. Pero de ahí a convertir la zona donde las grietas han aparecido en un lugar de peregrinación de políticos y medios de comunicación hay mucha distancia y es a todas luces injustificado. Se dirá que vivimos aún bajo el impacto del incidente en el Carmel, del cual precisamente estos días se cumplirán dos años. Pero precisamente por ello parecería obligado un comportamiento más contenido de quienes tienen la capacidad de generar opinión y estados de ánimo colectivos porque finalmente esas grietas -por pequeñas que sean- erosionan directamente la confianza de todos -no sólo de los afectados- con las instituciones públicas.

El nuestro es un país donde la confianza que en teoría se supone imprescindible para desarrollar una democracia de calidad es enormemente escasa. Sin duda esto se lo debemos al franquismo, que durante décadas, cuatro concretamente, trabajó pacientemente y moldeó a su gusto nuestra cultura política hasta dejarla casi irreconocible e inservible para el buen funcionamiento de una democracia. La política es una mala cosa, le gustaba repetir a Franco, y los partidos políticos son prescindibles porque dividen el todo que el pueblo siempre debe ser en partes enfrentadas. Hoy, a pesar de los más de 30 años transcurridos desde la muerte de Franco, ese argumentario con denominación de origen franquista sigue vivo entre nosotros. Y a pesar que la democracia es valorada como la mejor forma posible de gobierno, la desconfianza con los políticos y los partidos sigue estando presente. Algunos académicos han definido esta característica -por cierto bastante particular de la cultura política de nuestro país- bajo la etiqueta de "democratismo cínico". Lamentablemente, tenemos un exceso de situaciones que alimentan esa desconfianza y que agrandan la brecha entre los ciudadanos y la política. El goteo permanente sobre el uso fraudulento de un cargo público para obtener ingresos extraordinarios -corrupción- es quizá el más visible, pero no el único, porque confirma a ojos de muchos esas ideas sobre la política y los políticos cultivadas por el franquismo. Incluso tengo mis dudas sobre si la corrupción es el fenómeno más demoledor a ojos de muchos en un país en el que se ha tendido a contemporizar excesivamente con las acciones fraudulentas, quizá como consecuencia de esa cultura picaresca que tanta importancia tuvo en el pasado de la sociedad española. Pero en cualquier caso, la resultante de todos estos factores es que la calidad de nuestra democracia se resiente y que los activos de nuestra cultura democrática se reducen. Afortunadamente, no hay alternativa razonable al juego democrático, pero todo nos conduce a una democracia vacía de contenido, con una dualización excesiva entre las instituciones y la ciudadanía por el escaso apego que la política y los políticos despiertan entre muchos de nuestros conciudadanos.

Precisamente por eso hay que gestionar con mucha responsabilidad cualquier situación que pueda incrementar directamente el desarraigo político de los ciudadanos. Por eso es tan incomprensible explotar cualquier incidente para hacer oposición porque finalmente lo que se está consiguiendo no es un desgaste del gobierno de turno, sino una erosión generalizada en las bases de la confianza política. A raíz de las grietas abiertas en El Prat, ahora ya tenemos sobre la mesa de discusión política el trazado del AVE en Barcelona. Lo que me inquieta no es por dónde pasará finalmente el tren de alta velocidad, sino las consecuencias que un debate de estas características puede tener sobre la confianza con las instituciones. Ya sabemos que estamos a pocos meses de unas elecciones municipales, pero jugar con determinadas actitudes es excesivamente arriesgado. El temor de los vecinos a que un túnel perfore la ciudad por debajo de sus viviendas existe, y si es infundado, como creo, debe ser gestionado inteligentemente para reducirlo. Pero si aprovechando unas grietas en una localidad vecina los políticos que acordaron hace unos años un trazado se disponen a cuestionarlo con argumentos peculiares como que el riesgo que supuestamente podrían generar las obras del AVE era aceptable si teníamos una estación en el paseo de Gracia, pero que sin estación el riesgo es innecesario -dando a entender el apoyo por un nuevo trazado-, podemos tener la convicción de que la vamos a liar. Max Weber diferenció entre la ética de la responsabilidad y la de la convicción. Posiblemente hoy estamos en demasiadas ocasiones ante una inexistencia de las dos y ante un exceso de la ética de la oportunidad. Una conducta de riesgo.

Jordi Sánchez es politólogo.

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