Nicu, el pintor de iconos
Bajo determinada luz todas las profesiones se nos antojan peregrinas y propias del género chico o de los desfiles de gigantes y cabezudos, salvo quizá la de médico, porque alivia el dolor y lleva bata, y la de pintor de iconos, porque abre puertas al otro mundo y nos permite mirar dentro, a ese precioso Contramundo de oro, lleno de redentores impasibles. Los ortodoxos consideran que los iconos son la plasmación en pintura de los textos sagrados y de la divinidad; de manera que la faz de Jesucristo, por ejemplo, no puede pintarse según la imaginación de cada artista, como se hace en el arte sacro occidental con más o menos libertad por lo menos desde el Renacimiento, sino según las medidas fijadas de una vez para siempre en el primer icono: el velo de la Verónica. En éste quedó impresa la huella en sudor y sangre de Cristo en un alto de la subida al Calvario, fabulosa fotocopia que durante siglos se guardó en un relicario de Constantinopla, donde se midieron las facciones del Rostro para que toda representación futura respetase sus proporciones y rasgos. Las demás escenas de santos, arcángeles y legiones salvíficas que entrevemos en las iglesias ortodoxas entre el humo del incienso también están reguladas estrictamente. El artífice bizantino es un instrumento de esas imágenes, no puede añadir, ni inventar, ni trata de expresar ideas propias sobre el mundo o sobre el arte. Por eso, los iconos parecen a primera vista monótonos, con variaciones formales imperceptibles. Pero si uno les presta atención, las otras pinturas pueden parecerle excesivas, como recordarán quienes vieron la exposición de las joyas de la galería Tetriakov en Barcelona en el año 2001 o han visitado las iglesias y museos de Moscú.
El iconógrafo de Barcelona, Nicu, que entre otras realizaciones en la provincia ha pintado los frescos del templo de la esquina Muntaner-Aragón, parece otro inmigrante rumano más que ha venido a este país con una chaqueta de cuero negro y ánimo de ganarse decorosamente la vida. Es un hombre de 30 años, fuerte, alto, corpulento, y sus rasgos físicos más característicos son la mirada clara y franca y el rostro despejado, enmarcado con una barba rubia.
Esos frescos suyos parecen armoniosos, ejecutados con arreglo a los cánones en cuanto a las poses de los personajes retratados, el colorido y la jerarquía de su disposición en el plano según la regla de la perspectiva invertida, realzados por la inspiración y el buen gusto particular del artífice. Es difícil, sin embargo, discernir hasta qué punto colabora en esa armonía de la paleta de Nicu la tenue iluminación que allí reina, como en todos los templos ortodoxos, a base de lámparas votivas y cirios esparcidos como titilantes estrellas en el firmamento cuajado de santos con halo sobre fondo dorado, y que funde el espacio en una continuidad sin confines ciertos por donde circula el sacerdote balanceando el humeante incensario ante los feligreses, ante los atriles de los iconos, en el iconostasio, por todos los rincones, mientras bisbisea salmodias.
En esa competente historia de la cultura rusa que es El baile de Natacha, de Orlando Figes (el título alude a la encantadora, o más bien repulsiva, escena de Guerra y paz en la que la condesita Natacha Rostov se arranca a bailar al son de una guitarra que tañe un aire popular, con innata gracia campesina, a pesar de que a ella la educaron en los bailes de salón peterburgueses)... En un capítulo de El baile de Natacha, decía, se recuerdan los esfuerzos vanos que las autoridades bolcheviques emprendieron en los años inmediatamente posteriores a la Revolución con la colaboración a veces entusiasta de los artistas, arquitectos y diseñadores de vanguardia (ignorantes, los desdichados, de lo que el destino les reservaba) para cambiar la vida del ciudadano soviético y racionalizarla, quebrando las estructuras tradicionales de familia, vivienda, religión, mediante viviendas plurifamiliares con zonas comunitarias de baño y cocina y decoración moderna; hasta se inventaron lechos plegables y ligeros para que cada uno lo llevase al cuarto apetecido y acabar con la moral sexual burguesa.
Forzadas a ello, las familias compartían los fogones, pero odiándose a muerte, y luego cada cual se llevaba su perola a su cuarto, de cuyas paredes había descolgado el grabado constructivista para colocar en su lugar el icono, el viejo icono familiar: enésima y agridulce constatación de que el hombre es el animal que, en su trotecillo rápido camino de la cuadra, prefiere seguir tropezando con la misma piedra de siempre que tropezar con otra piedra nueva, por más que el listo de turno le asegure que romperse la crisma con ésta es mucho mejor.
Los lunes, desde el mes de octubre hasta junio, de cinco a ocho de la tarde, Nicu imparte un curso de pintura de iconos en unas dependencias anexas al templo, según las normas de la Erminia (enseñanza), el libro del iconógrafo Dionisio de Furna; enseña a preparar la tabla de madera de tilo, a dibujar o calcar según los troqueles que se trajo de Moldavia, a disponer los pigmentos minerales y vegetales y los barnices. Uno de sus cinco alumnos de este curso lleva ya tres años con él, y a lo mejor con el tiempo podría llegar también a ser iconógrafo, y revelar esa belleza "oculta a los ojos de los que no buscan la verdad" que perseguía Tarkovski en películas como su monumental Andrei Rublev, el pintor de iconos, dedicada al Giotto ruso, el maestro del juicio final de la catedral de la Dormición de Vladimir. Yuri Nazarov, que encarna al Príncipe en la película de Tarkovski, decía que en cinematografía, Rublev "ocupa el mismo lugar que en la literatura ocupa Guerra y paz. Es la misma clase de belleza que, según dicen, salvará al mundo". El "según dicen" lo pronunció Nazarov con un tono de gracioso escepticismo; un escepticismo, podríamos decir, ligero, de cortesía.
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