El tigre celta
La espectacular prosperidad irlandesa alimenta un boom inmobiliario que está suburbanizando aceleradamente el país, pero impulsa también un auge arquitectónico donde se reflejan las luces y las sombras de la modernización cultural y el éxito económico. Arquitectos destacados y proyectos dentro y fuera de la isla lo confirman.
Mientras Irlanda reinventa su porvenir urbano, la actualidad de su arquitectura ofrece indicios de su escisión contemporánea
Irlanda avanza a lomos de un tigre. El dragón somnoliento de la isla esmeralda se ha transformado en un felino tan feroz y flexible como sus congéneres del Pacífico, y el país feérico de Yeats se ha convertido en un atleta atlántico que exhibe su musculatura financiera asegurando hallarse más próximo de Boston que de Berlín. Pero ese tigre celta -como lo denominó hace ya una década Morgan Stanley- tiene un corazón de sombra, y el milagro económico irlandés anuda su madeja en torno a una oquedad silenciosa y sonora de poblaciones baldías y abrasión cotidiana. El progreso material y la modernización mental han fabricado márgenes desvalidos e identidades desvaídas, personas prescindibles y vidas indiferentes, en una exacerbación del individualismo y de la anomia que nos refleja en su espejo cóncavo. Son dos historias de éxito de la Unión Europea, pero Irlanda es España acelerada, con menos impuestos y menos infraestructuras, más rápido crecimiento y mayor inmigración relativa; su presente es quizá nuestro futuro, y esa circunstancia hipotética alienta una mirada de admiración y advertencia.
En la última Bienal de Arquitectura de Venecia, la que se jacta de ser la economía más globalizada del planeta exploró los escenarios territoriales que se perfilan en los años que vienen, tras haber experimentado en la última década un espectacular proceso de crecimiento urbano. El motor irlandés ha de buscarse en la manufactura de alta tecnología y el terciario cualificado -el país es líder en la exportación de software-, soportados por la educación extensiva, el idioma inglés y una reducida tributación empresarial que han fomentado la implantación de multinacionales y hecho crecer la productividad cuatro veces más que el promedio de la Unión Europea; pero el impulso económico reside también en un boom inmobiliario que coloniza los paisajes de la isla con una extensión unánime de viviendas unifamiliares, una colosal dispersión de residencias que hace interminables los desplazamientos de la casa al trabajo, organiza la vida en torno al coche -en ausencia de transportes colectivos eficaces- e incrementa la dependencia energética del país: una conspiración de disfunciones que los comisarios de la muestra veneciana proponían alterar con un tránsito de lo SubUrbano a lo SuperRural, un lema afortunado donde la regeneración moderna de la naturaleza reemplaza la degeneración fragmentada de la ciudad.
Mientras Irlanda reinventa su porvenir urbano, la actualidad de su arquitectura ofrece indicios de su escisión contemporánea y de la creciente brecha física y emocional entre los que han podido subir al tren vertiginoso de la globalización y aquellos olvidados en un apeadero donde ya no se detiene convoy alguno. Dos matrimonios y parejas profesionales pueden servir de guía en esta excursión de extremos: la irlandesa Róisín Heneghan y el neoyorquino de origen chino Shi-Fu Peng, ambos titulados al final de los ochenta y formados en el estudio en Princeton de Michael Graves, ilustran con su trabajo la dimensión más cosmopolita de la Irlanda actual; por su parte, Sheila O'Donnell y John Tuomey, que tras titularse en Dublín en 1976 complementaron su formación en la oficina londinense de James Stirling, ofrecen con su última obra un relato pedagógico de los márgenes sociales de un país incandescente.
Heneghan y Peng acaban de terminar una sede municipal de vidrio diagonal y aristas veloces que se inserta en el entorno casi rural del condado de Kildare con el aplomo mediático de un visitante metropolitano, pero esta obra nueva no les distrae de su principal empeño: el Gran Museo Egipcio en El Cairo, una colosal construcción frente a las pirámides -levantada en parte con créditos blandos japoneses- que ganaron en concurso hace tres años, y que ahora ejecutan como líderes de un equipo con ingenieros en Londres -el grupo de Cecil Balmond en Ove Arup- y paisajistas en Rotterdam -el West 8 de Adrian Geuze-. Desde su amplia y luminosa oficina dublinesa, la pareja realiza exquisitas maquetas cortadas con láser, diseña detalles minuciosos y aplica métodos organizativos americanos a sus colaboradores europeos en este proyecto africano financiado por asiáticos.
Lejos del centro de la ciudad, O'Donnell y Tuomey llegan a su estudio en bicicleta y enseñan encantados la recién aparecida monografía sobre su trabajo, que muestra en portada la Glucksman Gallery de Cork, un pequeño museo seleccionado en la penúltima edición del Premio Stirling. El libro no incluye la obra más reciente, la Cherry Orchard School, una escuela bajo cuyo nombre bucólico se esconde la realidad dramática de un barrio devastado por la delincuencia y la droga, poblado por adultos derrotados y niños que vagan por las calles, abandonados por las familias desventradas y la sociedad indiferente. Promovida por un cura visionario, la escuela quiere ser el hogar sustituto de esa infancia asilvestrada, adiestrando a los menores en las prácticas domésticas que no han conocido en sus casas -de la higiene corporal a la preparación de los alimentos-, pero aun esta experiencia generosa tiene límites cronológicos y materiales dictados por la prudencia: únicamente se aceptan niños muy pequeños, porque los mayores de diez años se juzgan irrecuperables; y la escuela se ha construido resistente al vandalismo, con muros sólidos y bóvedas de hormigón sin tejas o chapas que puedan arrancarse. Sólo una concesión lograron los arquitectos de las autoridades educativas que debían aprobar el proyecto: las altas tapias que segregan el recinto de la selva urbana circundante no serían de bloque de hormigón, como las de la cárcel próxima, sino de ladrillo, a fin de que los niños no asocien las dos instituciones.
Dublín es una ciudad literaria, y el visitante que la recorre siguiendo las huellas de Leopold Bloom o Stephen Dedalus -como quien peregrina a la catedral de San Patricio en busca de Jonathan Swift, o a Trinity College en homenaje a Oscar Wilde y Samuel Beckett- difícilmente se extraviará en estos barrios amenazantes y desolados. Sin embargo, la urbe de Joyce es también la de Bacon, y la reconstrucción del estudio londinense del pintor en el interior de la High Lane Gallery -el museo municipal de arte contemporáneo- ofrece una metáfora visual de los jirones de tiniebla que rayan el esplendor del tigre celta: en penumbra, rodeado por las carnes tristes de algunos lienzos y las promesas de felicidad solar de sus diccionarios, gramáticas y manuales de español, italiano y griego, el caos abisal y abyecto del estudio se ofrece a la mirada tras un vidrio de urna y de sepulcro. Francis Bacon, que murió en Madrid en nuestro annus mirabilis de 1992, fue incinerado sin testigos en el cementerio de la Almudena, pero sus restos genuinos yacen en la confusión desesperada de este cubil de papeles y pintura. La Irlanda de la diáspora, que un día fue brasa, regresa como polvo al vientre nutricio de la nación mítica, ayer dormida y hoy jinete insomne de un animal de oro y de ceniza.
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