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Columna
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Carta

LA JOVEN Hiroko, todavía desconsolada dos años después de que su prometido muriera accidentalmente en una escalada, decide escribirle a la que fue su dirección postal mientras éste cursaba estudios en el instituto de enseñanza media. Aunque pone en la carta el nombre del que fue su novio y a sabiendas de que la casa que entonces habitó ha sido destruida, sorprendentemente recibe contestación, iniciándose a partir de ese momento una correspondencia entre ella y su asombroso destinatario que no tarda en identificarse como una joven del lugar, la cual, por esas casualidades del destino, no sólo se apellidaba igual, sino que había sido una de las compañeras de clase del amado fallecido. Aclarado el malentendido, Hiroko asedia a la desconcertada corresponsal, Itsuki, en demanda de esas migajas de información complementaria que buscan los amantes frustrados, pero según las va obteniendo, se percata, pero, sobre todo, le descubre a Itsuki, que jamás lo imaginó, que el auténtico primer amor de su prometido no había sido ella, sino su antigua compañera de estudios. Esta asombrosa carambola erótica es el argumento del filme Carta de amor (1995), del cineasta japonés Shunji Iwai, que, de esta manera, retoma el viejo tema de la revelación tardía, mediante una carta, de un amor inconfesado, uno de cuyos precedentes más célebres fue Carta de una desconocida, novela de Stefan Zweig, que, luego, llevó a la pantalla, con el mismo título, el magistral Max Ophuls.

Precisamente en estos momentos se exhibe en nuestro país Gabrielle (2005), la película del francés Patrice Chéreau, inspirada en el intenso y escalofriante relato breve, titulado El regreso, de Joseph Conrad, cuya trama arranca con la carta que una mujer deja en el domicilio conyugal a su desprevenido marido, anunciándole que se escapa con otro hombre, pero que continúa cuando la autoproclamada adúltera vuelve al hogar a las pocas horas, aunque no antes de que el burlado esposo haya leído la incendiaria misiva. Lo que ocurre, a partir del momento del reencuentro del amenazado matrimonio, no es sólo el correspondiente cruce de mutuos reproches que diseña las grietas de una relación erótica, sino que, a través de ellos, se produce una honda reflexión dialéctica sobre lo que significa el amor, que no tiene más final que cuando, ahora el marido, abandona para siempre la casa en común. Tratando de exteriorizar la interioridad, y cambiando el original escenario conradiano de la sociedad británica victoriana por el de la francesa de la Belle Époque, yo no considero muy acertada la versión del cineasta francés, pero eso, como se dice, es otra cuestión.

La cuestión principal es la de la revelación de un misterio amoroso mediante una carta. Y es que, hablando con el otro, en forma epistolar, cuando lo que en una carta se dice no es un simple mensaje funcional, se habla, en realidad, con uno mismo, y, por tanto, forzosamente, salen a relucir secretas intenciones, tan de suyo inconfesables que, estando fuera del tiempo, lo incendian todo al caer en él.

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