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Columna
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Pásalo

El Estatuto de Autonomía que se somete el próximo mes de febrero a la aprobación de los andaluces, concluye las consideraciones de su Preámbulo afirmando la voluntad de renovar el compromiso manifestado el 28-F de 1980. Sin embargo, es imprescindible tomar conciencia de que Andalucía vive hoy una situación muy diferente a la que provocó las manifestaciones multitudinarias del 4 de diciembre de 1977 y la alta participación en el referéndum de 1980. Las transformaciones sociales y los cambios económicos, facilitados muchos de ellos por el nuevo horizonte autonómico, han hecho progresar a Andalucía, integrándola en un bienestar avanzado que tiende a normalizar la convivencia y a rebajar la intensidad de los movimientos políticos.

La crispación injustificada es una enfermedad transitoria propia de países que no acaban de madurar y que pretenden animar a sus electorados a través del teatro de las calumnias. Cuando se debilita la identificación con los propios líderes, una de las razones más íntimas para acudir a votar es la indignación que provocan las ofensas, reales o imaginarias, de los líderes contrarios. Pero esa crispación, que tanto protagonismo ha alcanzado en la política española actual, cala poco en Andalucía.

Por lo que se refiere al próximo referéndum, ni siquiera contamos ahora con el aliciente de enfrentarnos a un Gobierno capaz de herir nuestro orgullo. Cuando a finales de 1979, el Gobierno de la UCD decidió que la autonomía andaluza se desarrollara por el Artículo 143, restándole importancia frente a las llamadas comunidades históricas, provocó un reacción inmediata de dignidad compartida en las urnas. La situación del referéndum de febrero de 2007 va a ser muy distinta, ya que no contamos con un Gobierno ofensor, ni con un partido ante el que sentirnos indignados en el juego electoral de la crispación. Los políticos andaluces han dado un ejemplo de madurez y de buen trabajo al conseguir un acuerdo casi completo. De manera que hay motivos serios para preocuparse por la abstención.

La baja participación no significaría en este caso una repulsa manifiesta ni contra un partido determinado, ni contra el propio texto del Estatuto. Esperemos que nadie haga el ridículo intentado valerse de interpretaciones sesgadas. Pero resulta indudable que la abstención mancharía un proceso brillante, que se inició con los acuerdos de PSOE e IU en el Parlamento andaluz, alcanzó el apoyo negociado del PP en el Parlamento español, y debe culminar con un respaldo significativo de los andaluces. Sería un síntoma desalentador que los ciudadanos se quedasen en sus casas, sin acudir a votar, precisamente cuando los políticos renuncian a la crispación y se ponen de acuerdo en el interés común.

Hay muchos valores que defender en el nuevo Estatuto Andaluz, que apuesta por la reivindicación de los espacios públicos y de los derechos sociales. Aunque cualquier ley depende de su desarrollo y aplicación, es importante destacar el rumbo que el Estatuto nos señala al dirigirse hacia la cohesión territorial, las políticas de igualdad, la red pública de servicios sociales, la consolidación de competencias, las medidas de integración, la calidad de las condiciones laborales y la conservación de la biodiversidad.

Y no carece de interés la madurez política de una Andalucía que ha elaborado su Estatuto con la intención declarada, una vez más, de consolidar el Estado y mantener el equilibrio entre los que no reconocen la existencia de singularidades culturales dentro de la realidad nacional española y los que pretenden convertir estas singularidades en la justificación de privilegios económicos naturales, inadmisibles en una convivencia democrática.

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Además de todo esto, acudir a votar significa en este caso decirle sí al buen trabajo de los políticos y apostar por el protagonismo de la sociedad civil como tradición y raíz verdadera de nuestra vida pública. Votar para construir juntos es más importante incluso que votar para defendernos de una ofensa. Debe ser nuestro orgullo. Pásalo.

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