Felicidad e ingresos
La teoría económica convencional parte del principio que las personas racionales intentan mejorar su nivel de vida material maximizando sus recursos o ingresos, que son siempre escasos, utilizándolos eficientemente y haciendo elecciones que, de acuerdo con sus preferencias y los costes de oportunidad, maximicen su utilidad, su nivel de bienestar y por tanto su felicidad. Y, de hecho, existe abundante evidencia empírica amplia que ha avalado esta idea. En muchas encuestas y contrastes realizados, existe una correlación clara (aunque no fuerte) entre el nivel de renta e ingresos y el nivel de felicidad.
Estas muestran que, en general, las personas más ricas tienden a ser más felices que las más pobres, las personas empleadas suelen ser más felices que las que no tienen empleo y las personas autoempleadas más felices que las que trabajan para otros. Pero también las personas jubiladas tienden a ser más felices que las que todavía trabajan y las que trabajan menos horas más que las que trabajan más horas. Estos mismos resultados extraídos de las encuestas individuales suelen replicarse en los países. Aquellos países que crecen rápidamente tienden a ser más felices que los que crecen lentamente o no crecen y, en general, los países más ricos tienden a sentirse más felices que los menos ricos.
Sin embargo, existe también otra amplia evidencia empírica más reciente que matiza estos resultados. La mejora del nivel de renta genera mayor felicidad cuando se parte de un nivel de renta muy bajo, pero mucho menor cuando se han alcanzado niveles más elevados. Lo mismo ocurre con los países, en aquellos que son pobres el aumento de su renta les hace ser o sentirse más felices, pero, en los más ricos, sólo en una proporción decreciente que puede llegar a cero.
Es decir, por un lado, parece existir un umbral de renta a partir del cual la utilidad (como indicador aproximado de la felicidad) de cada incremento del nivel de renta tiende a ser una función decreciente del mismo. Por otro, conforme aumenta el nivel de renta, el nivel de renta relativa deviene crecientemente más importante para la felicidad que el nivel de renta absoluta. Si la mayor parte de la población tiene una renta elevada, aquellos que ya la han alcanzado suelen ser tanto más infelices cuanto mayor es la renta de sus vecinos y amigos respecto a la suya. Además, buena parte de los bienes de consumo que desean poseer las personas más ricas es "posicional" o de status, es decir, que sólo pueden realmente disfrutarse si los demás no puedan hacerlo, alcanzándose un juego de suma cero ya que llega un momento en que un coche rápido y una buena casa no es suficiente, hace falta que sea el más rápido y la más lujosa, que otros, con menores ingresos, no pueden abordar.
Finalmente, cuanto mayor es la desigualdad de la distribución de la renta en un país, mayor es el grado de infelicidad e insatisfacción de los menos favorecidos y, de seguir aumentando, su cohesión social va reduciéndose hasta que, finalmente, afecta negativamente a su tasa de crecimiento. Es decir, a partir de ciertos niveles de renta no parece tanto que el mayor crecimiento económico puede producir felicidad, sino más bien que la mayor felicidad puede producir crecimiento económico.
Por ejemplo, las encuestas muestran que, en estos últimos seis años, de crecimiento mundial anormalmente elevado, aunque ha aumentado la felicidad en el mundo, el retorno marginal, en términos de felicidad, de cada aumento de renta ha sido decreciente, muy especialmente en los países desarrollados en donde la mayor parte de sus ciudadanos no se sienten más felices que antes, ya que la insatisfacción familiar está aumentando y la satisfacción laboral está decreciendo. Asimismo, la confianza en los demás, que es fundamental para que la sociedad funcione, también está cayendo mientras que el deseo de éxito individual está creciendo con fuerza.
La idea de que para tener éxito y conseguir un mayor nivel de renta no basta con hacer un buen trabajo sino que hay que ser mucho mejor que sus demás compañeros de trabajo y trabajar más que ellos (aunque sea en horas de ocio) es cada vez más aceptada en EE UU y en parte de Europa. Esta actitud también produce un juego de suma cero, ya que todos intentan trabajar más que los demás para triunfar pero, finalmente, la gran mayoría no siente que es remunerada en proporción al mayor esfuerzo relativo que hace, lo que la lleva a sentirse más insatisfecho e infeliz.
Esta competitividad creciente en el trabajo está, por tanto, creando estrés, insatisfacción y reduciendo la calidad de las relaciones entre los trabajadores dentro de las empresas y entre los ciudadanos dentro de su comunidad. Aunque la idea del comportamiento egoísta y competitivo es fundamental para que funcione la competencia, los mercados y la eficiencia empresarial, no lo es para los trabajadores dentro de cada empresa, ya que las empresas son organizaciones no sólo económicas sino, sobre todo, sociales donde debe de primar la cooperación, la confianza mutua y el trabajo en equipo para conseguir que la empresa sea crecientemente competitiva. Además, no siempre el hecho de ganar más produce mayor satisfacción en el trabajo, sino saber que coparticipa, a su nivel, en las decisiones que se toman, que su trabajo sirve para algo y que es apreciado por los demás y que puede confiar en sus superiores, pares e inferiores.
De hecho, existe hoy un abuso de y una obsesión con la palabra competitividad, cuando es la productividad la que es importante. Hay que conseguir ser más productivo entre otras razones porque, en conjunto, las empresas pagan de acuerdo con la productividad colectiva e individual de sus trabajadores. Por ejemplo, para competir con China, no hay que trabajar tantas horas como los chinos o reducir los salarios a los niveles chinos, sino seguir teniendo mayor productividad que ellos, gracias a una mejor organización del trabajo, una mayor utilización del capital y la tecnología y una educación y formación de mayor calidad.
Esta competencia creciente en el puesto de trabajo está también afectando a las relaciones familiares. Aquellas familias en las que la madre y el padre trabajan muchas horas, las relaciones familiares entre ellos y entre ellos y sus hijos se deterioran notablemente, lo que tiende a reducir su felicidad. De ahí que las mujeres en general, y especialmente las madres que trabajan a tiempo parcial, suelan ser más felices que aquellas que trabajan a tiempo completo, mientras que lo contrario ocurre con los hombres, aunque sean padres.
Ésta es la razón de que hoy se escuchen voces muy autorizadas, como la del insigne economista inglés (hoy lord) Richard Layard, que ha publicado un excelente y muy recomendable libro en español La felicidad: lecciones de una nueva ciencia, y las de otros economistas que hacen algunas recomendaciones para intentar reducir el nivel de insatisfacción y de infelicidad en las sociedades desarrolladas, tanto en el trabajo como en el seno familiar y en la comunidad en que viven.
Guillermo de la Dehesa es presidente del CEPR, Centre for Economic Policy Research, Londres.
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