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Noticias sobre el buen gobierno

Joan Subirats

Desde sus orígenes medievales, el concepto de buen gobierno ha ido siendo utilizado de manera más o menos genérica tanto en el ámbito público como en el privado. Si nos referimos a momentos más recientes, podríamos quizás afirmar que la creciente falta de referentes éticos, ideológicos o religiosos que introduzcan límites o barreras a la actividad humana ha reintroducido el tema en la agenda. De alguna manera se percibe la necesidad de contar con códigos o pautas que permitan a los operadores transar hasta dónde puede llegar su libre albedrío, su ámbito de autonomía. Una simple mención al término buen gobierno en el buscador de Google nos acerca a la descomunal cifra de millón y medio de entradas, y nos demuestra la extensión geográfica y temática del concepto. En general, se detecta que en los últimos años ha ido creciendo la preocupación sobre la forma en que las grandes corporaciones, instituciones y medios de comunicación son gobernadas por sus responsables. Y el tema no es tanto si cumplen las normas legales (que para eso ya existen otros códigos de fuerza jurídica indudable), sino más bien si su actuación es o no correcta, si se ajusta a lo que socialmente se considera razonable. Si hilamos más fino, y nos centramos en España y Cataluña y examinamos las últimas novedades al respecto, veremos que tanto en el campo privado como en el público, las iniciativas en este tema han sido recientes y significativas. Por ejemplo, en el primer periodo del Gobierno del Partido Popular, en 1997, se creó un grupo de trabajo que recibió el encargo de redactar un informe sobre el tema a imagen y semejanza de lo que fue el Informe Cadbury en Gran Bretaña. Así, el llamado Informe Olivencia (en honor al jurista que presidió la comisión, Manuel Olivencia), estableció un "código ético para el buen gobierno de las sociedades cotizadas en bolsa".

En el mes de febrero de 2005, el consejo de ministros del estado español aprobó el llamado "Código de buen gobierno de los miembros del Gobierno y de los altos cargos de la Administración General del Estado". Como se decía en la introducción del tema, se pretendía contribuir a "la regulación del funcionamiento ético del Gobierno". Los principios básicos inspiradores del código son incontestables: "objetividad, integridad, neutralidad, responsabilidad, credibilidad, imparcialidad, confidencialidad, dedicación al servicio público, transparencia, ejemplaridad, austeridad, accesibilidad, eficacia, honradez y promoción del entorno cultural y medioambiental y de la igualdad entre hombres y mujeres". ¿Quién da más? Pero, al margen de estas y otras consideraciones más genéricas, lo cierto es que el texto insistía mucho en fortalecer el régimen de incompatibilidades, ampliándolo y reforzando su cumplimiento con sanciones recogidas explícitamente en el texto. Posteriormente se ha aprobado la Ley de regulación de los conflictos de interés (Ley 5/2006 de 10 de abril), que despliega esos principios y crea una Oficina dependiente del Ministerio de Administraciones Públicas, encargada de seguir el tema y de informar al Congreso de los Diputados cada seis meses sobre el cumplimiento de las obligaciones y de las irregularidades observadas sobre el proceder de los altos cargos.

En Cataluña, la iniciativa más destacable se desplegó en el 2004, impulsada desde la Consejería de Justicia que encabezaba entonces el profesor Josep Maria Vallès, y cuyo título ya apuntaba a una lógica más de actuación administrativa que de código ético para cargos electos. El texto, Informe sobre bon govern i transparència administrativa, fue preparado por una comisión de expertos. El objetivo explícito era "asegurar la transparencia en la gestión de los recursos públicos y la igualdad en el acceso a la información sobre esta gestión por parte de todos los ciudadanos, organizaciones y empresas", siguiendo así la voluntad expresada en el pacto del Tinell de "reforzar la calidad democrática de nuestro sistema político y administrativo". El documento final fue publicado el mes de noviembre de 2005, un año antes de las elecciones que cerraron el primer tripartito. En su párrafo final, sin referencia alguna al exterior de la Administración, el documento postulaba que se legislara sobre el tema para hacer efectivas las propuestas, que se decidiera qué miembro del Gobierno asumiría el seguimiento y la responsabilidad sobre el tema, y que cada año se informara al Parlamento de las medidas puestas en práctica. No tenemos noticia, quizá por el hecho de no disponer de la información adecuada, de que el documento haya generado actuación alguna.

A algunos todo esto del buen gobierno les debe sonar a buenas intenciones y poca cosa más. De hecho, en el ámbito civil existen conceptos parecidos que la Administración de justicia ha ido utilizando y que de alguna manera siguen operando. Así, en el Código Civil encontramos términos como el de buena fe que sirve como parámetro del ejercicio de los derechos. E incluso se afirma que "los contratos obligan, en relación a lo pactado y a las consecuencias relacionadas que sean conforme a la buena fe, al uso y a la ley". No muy alejado me parece el término de buen padre de familia que la normativa civilista usa para caracterizar formas de administración o de recto proceder en el uso de recursos. De hecho, se considera que a pesar de parecernos preceptos en blanco, de contenido ético más que jurídico, tienen consecuencias legales, y facilitan la mejor adaptación del derecho a la realidad cambiante. Desde mi punto de vista, no estaría mal que nuestro Gobierno y nuestra Administración fueran capaces de seguir y de poner en práctica los principios que tan fácilmente se proclaman en textos y documentos. Todos somos conscientes de la erosión que sufren los poderes públicos en algo tan importante para su actuación como es la legitimidad. ¿Podemos ir más allá de la retórica y de la simple enumeración de principios y propuestas estrictamente administrativas? ¿Qué sería hoy buen gobierno? Para mí sería muy importante que los poderes públicos entendieran que su estilo de gobierno no puede ser igual ahora que veinte años atrás. Buen gobierno es aquel que logra implicar en la acción de dirección colectiva a actores muy diversos, que se influyen mutuamente desde una lógica de respeto y de reconocimiento mutuo. Buen gobierno son un conjunto plural de instituciones, procedentes del Gobierno pero también exteriores al mismo. Buen gobierno es el reconocimiento que sólo desde los poderes públicos no se pueden cambiar las cosas. Buen gobierno implica reconocer que para que se hagan cosas no sirve sólo la jerarquía y la autoridad, sino también la deliberación, la participación social y el acuerdo social. En definitiva, buen gobierno implica modestia y voluntad de aprendizaje colectivo.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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