El salvador de La Paloma
La decoración de la sala creada por el aficionado Manuel Mestres, hoy considerada patrimonio, motiva las subvenciones del consistorio
Manuel Mestres Prou, cuyos retratos ilustran este reportaje, era un artesano con aspiraciones artísticas nacido en Vilanova i la Geltrú, aunque se trasladó a Barcelona al casarse. Le gustaba mucho la pintura, la decoración y moldear figuras. Entre sus amistades se encontraban muchos bohemios a los que obsequiaba con su generosidad. A pesar de su impulso creativo, Mestres no realizó obras maestras que le consagraran como artista. No obstante, acaso sin pretenderlo, ha conseguido dejar huella en la historia de la ciudad por uno de sus trabajos ornamentales: los barrocos interiores de La Paloma, considerados patrimonio de la ciudad y, por tanto, tabla de salvación de sus actuales propietarios. Si el Ayuntamiento ha decidido dar subvenciones a La Paloma, cerrada por exceso de ruidos, es por el carácter patrimonial de esos adornos. Así, Manuel Mestres Prou resucita hoy como salvador de la popular discoteca.
En Navidad, este hombre afable y hospitalario acicalaba su taller de la calle de la Lleialtat para celebrar unas comilonas en las que invitaba a sus paupérrimos colegas, que al menos una vez al año se alimentaban como es debido. A Mestres le gustaba viajar y París era uno de sus destinos favoritos. Allí se quedó deslumbrado por el estilo Luis XIV, que luego llevaría a La Paloma. Albergaba, además, cierta pulsión anticlerical que le animó a dibujar bocetos en los que aparecían curas en compañía de pícaras. Su nieta, Roser Vidal Mestres, le conoció durante poco tiempo, pero guarda abundantes recuerdos de él. "Siempre decía: me voy a cerrar La Rambla. Le gustaba mucho el ambiente de ese paseo y era un cliente habitual del café del Liceo. Hace 64 años que murió", rememora Vidal. La memoria es de lo único que puede tirar: apenas atesora documentos de la época porque la mayoría de los papeles de su abuelo se destruyeron durante la Guerra Civil.
Macarras pendencieros
El pasado del salón de baile La Paloma es pintoresco y parece una leyenda surgida de las películas de vaqueros. Sus orígenes se remontan a finales del siglo XIX, época en la que tres amigos fundaron su antecesora, La Camelia Blanca. Los números rojos no tardaron en llegar. El lugar, que ocupaba las instalaciones de la fundición Comas -donde se fraguaron los oropeles de bronce de la estatua de Colón-, se convirtió pronto en un enclave festivo frecuentado por macarras y pendencieros. En 1903 se despedía La Camelia Blanca y La Paloma abría sus puertas. Los primeros propietarios no eran muy espabilados en esto de los negocios y acabaron traspasando el local en 1907 a su principal acreedor, Jaume Daura.
Su hijo se hizo cargo de La Paloma muy joven, sólo tenía 15 años, pero no le faltaba arrojo. Para ahuyentar a los camorristas contrató a matones, labor en la que colaboraron los fornidos camareros que se ocupaban de la barra. Al principio era una sala a la que acudía gente sencilla, de "soldados y criadas" se decía entonces, que obtuvo gran fama por las verbenas y los bailoteos vespertinos y trasnochadores de los fines de semana. Más tarde, con el lujo, se captó también a la alta sociedad de la capital catalana. En 1915 se empezaron a hacer reformas en el local. Las paredes eran las propias de un recinto fabril, encaladas y con las vigas bien visibles. Una apariencia incompatible con la pompa que querían imponer los nuevos patrones. La fiesta de Carnaval de 1916 fue un éxito gracias a los ornamentos de fantasía que se instalaron en el salón para amenizar la juerga. Para el año siguiente, Mestres propuso al propietario una decoración todavía más suntuosa: recrear en la pista de baile el celebérrimo Patio de los Leones de la Alhambra de Granada. La reproducción de la fuente causó furor. El entusiasmo comportó que el dueño diera un paso más y aceptara otro plan de Mestres, en este caso una decoración definitiva que tuviera como modelo el Salón de los Espejos de Versalles.
El lavado de cara se inició en 1918 y la inauguración se celebró con gran solemnidad el día de Navidad del año siguiente. Sin embargo, todavía faltaba por colocar su adorno más emblemático, la gigantesca lámpara de araña que preside y da abolengo al recinto. La lámpara se colgó en 1928 y costó 6.000 pesetas, como reseñó la hija de Mestres en una libreta de notas. Tenía que ir acompañada de dos más pequeñas que se situarían en los laterales, con un precio de 4.500 pesetas cada una, pero aquella intención quedó finalmente en nada. Mestres era muy apasionado y no dudó en poner dinero de su bolsillo para completar el proyecto decorativo. Las telas que engalanan los techos las idearon escenógrafos del Liceo. Los moldes para la fabricación de figuras y molduras acabaron en la basura porque el nieto de Mestres, Jordi Vidal, no encontró a nadie interesado en comprarlos. De la familia, él es el que ha heredado las aficiones artesanas del abuelo: llegó a construir una réplica de la barcaza de la película La reina de África, motor de vapor incluido.
Pau Solé, actual propietario y heredero de los Daura, se hizo cargo del local en 1975 y quiso cambiar su orientación para atraer a un público joven. Curiosamente, Solé ya reconocía en 1978, en unas declaraciones al desaparecido diario El Noticiero Universal, que los vecinos se quejaban por los ruidos, especialmente en verano, cuando por el calor se abrían las ventanas de la sala. Solé se dirigía a quienes protestaban en los siguientes términos conciliadores: "Sólo pido a los vecinos un poco de paciencia...".
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