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Películas de miedo

La película que nos pasan todos los fines de semana, puentes y fiestas de guardar, la de las estadísticas de víctimas en las carreteras, da miedo principalmente porque no es película, es realidad. A estas alturas de la realidad todos podemos hablar de un familiar, de un amigo, de un conocido, víctima del tráfico vial. Aterraban las imágenes de amasijos de hierros y de cadáveres atrapados en ellos, o colocados en decúbito supino sobre la calzada o arcén cubiertos por mantas térmicas; daban miedo las imágenes de los mutilados, parapléjicos, impedidos, que nos servían en campaña publicitaria retirada por demasiado lesiva, supongo, a la sensibilidad del ciudadano. Imágenes no tanto de lo que nos puede suceder como de lo que podemos causar. No es una película, es realidad a la que dar solución.

Para condenar a un conductor ebrio se tiene que probar esto ante un "tribunal cualquiera"

Pero hay otras películas de miedo. Da miedo que uno pueda encontrarse ante un tribunal y, sin ninguna garantía y sin suficiente prueba, se vea condenado a ese mundo de la cárcel -que no debe ser, y que muchos se empeñan en que siga siendo, tenebroso-. Nos dio mucho miedo El proceso de Kafka.

Hace ya unos días, en este diario se recogían unas declaraciones del director general de Tráfico a propósito de una sentencia del Tribunal Constitucional que, por lo demás, no hace sino abundar en su jurisprudencia mantenida desde 1985. Criterios también del Tribunal Supremo, las audiencias provinciales, los juzgados de lo penal y que están en cualquier manual de derecho, de que conducir bajo influencia de bebidas alcohólicas es delito. Decía el director general de Tráfico a propósito de aquella sentencia: "Nos preocupa porque no viene de un tribunal cualquiera", lo que no deja de lanzar un mensaje de desconfianza desde un cargo público en los tribunales cualesquiera.

Nos ha dado miedo que alguien se quede de piedra, a estas alturas de la realidad constitucional, ante lo que todos sabemos sobre la presunción de inocencia.

Conducir bajo influencia de bebidas alcohólicas es delito, debe serlo y lo seguirá siendo. Pero también una persona es inocente mientras no se demuestre, con pruebas por quien le acusa ante un tribunal cualquiera, que es culpable.

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Pues bien, ¡quédense de piedra!: para condenar por ese delito se tiene que probar ante ese Tribunal cualquiera que se conducía un vehículo de motor, el acusado había tomado o bebido alcohol y que el alcohol bebido influía en las condiciones del acusado al conducir.

En este delito no se trata de haber originado un accidente, ni de haber causado víctimas, ni siquiera de haberse saltado un stop o de no respetar un ceda el paso, sino de que el mero hecho de ponerse al volante en situación de no poder reaccionar normalmente por haber bebido alcohol, es ya considerado, en sí mismo, delito... Si, además, hay víctimas las penas pueden ser más graves. Delito, sí, pero esto hay que probarlo ante un tribunal de los cualesquiera, porque así lo exige la Constitución.

Las declaraciones del director general podrían achacarse a la necesidad de crear un clima de buena acogida de las reformas que en esta materia ha impulsado el Gobierno, y que tienen como estrella invitada de la película la pena de prisión. Y ahí van otros miedos: ¿es adecuada, la pena de prisión a los delitos contra la seguridad vial? Queremos suponer que cuando desde una dirección general se propugna una respuesta afirmativa, se habrá dado la necesaria coordinación con otra dirección general del mismo Ministerio del Interior, la de Instituciones Penitenciarias, que tiene competencia en prisiones y conoce la insuficiencia de las mismas, así como sus carencias, que hacen imposible el cumplimiento de preceptos legales ya no sólo relativos a las condiciones de vida, sino también al tratamiento penitenciario. Es decir, a aquello que debe hacer que el conductor condenado no vuelva a cometer el mismo delito.

¿O se trata de castigar duramente y punto? ¿Qué se pretende solucionar imponiendo penas privativas de libertad que habrán de ser necesariamente de corta duración con su consiguiente efecto desocializador? Ante la tragedia de tener que asumir el sacrificio de miles de vidas todos los años en el altar del progreso y del bienestar, la dirección general debería buscar soluciones estructurales y demagógicas. ¿Es insólito confiscar definitivamente los vehículos de los conductores que ponen en peligro las vidas de terceros conduciendo borrachos o con notorio exceso de velocidad? ¿Son sólo razones económicas las que impiden limitar la velocidad en los vehículos que circulen por nuestras carreteras y que se comercialicen en nuestro país? ¿Es más útil meter a los conductores en prisión seis meses? Quizá son ideas absurdas, dado que nosotros no sabemos tampoco, a juicio del director general, de que va esto de la seguridad vial, pero por lo menos nos gusta que cuenten bien las películas.

Ah, y para probar la influencia del alcohol, no estaría de más dotar a la policía de Tráfico de medios adecuados para plasmar de modo convincente aquello de que no se van a acordar cuando testifiquen en el juicio, desterrando las consabidas cruces en las casillas de un impreso -habla pastosa, deambulación vacilante o mirada velada-, del mismo modo que para sanciones administrativas del exceso de velocidad cuentan con las modernas tecnologías.

Gerard Thomàs y Gregorio Callejo son magistrados y miembros de Jueces para la Democracia. También son firmantes de este artículo Carlos Ramos, Carmen Sánchez-Albornoz y Guillem Vidal

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