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Columna
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Funambulismo vital

Dejar de fumar, adelgazar, aprender inglés, abandonar a nuestra amante o a nuestra esposa... existen cientos de buenos propósitos cada enero, cuando el contador de nuestras vidas se pone a cero. Uno parece que es capaz de arreglar la chapa y darle una mano de pintura a su rutina. Nos alivia esta nueva oportunidad, ahora disfrutamos de la sensación de poder resetear ciertos aspectos de nuestra personalidad o de nuestro entorno con los que estamos disconformes.

Somos conscientes del reiterado fracaso de los años anteriores, cuando la voluntad de enmienda fue evaporándose poco a poco y ya por febrero la barriga seguía asomando en forma de tsunami sobre el cinturón y continuábamos sin encontrar tiempo para visitar más a menudo a nuestros padres o para apuntarnos al gimnasio.

"Cada inicio de año se desempañan los deseos, pero no tardará en volver el vaho de los días"

Sin embargo, cada nuevo año que pasa nos sobreviene un injustificado optimismo, una insostenible fe en la renovación y la mejora de la vida. Esas aspiraciones son sanas aun contando con su más que probable desmoronamiento. Pero junto a ese ánimo de prosperar y encontrar nuestra versión superior, acecha su correspondiente sentimiento descorazonador.

Somos conscientes de que nuestra vida es mejorable, de que no estamos dando ni obteniendo lo mejor de nosotros mismos. En definitiva, no somos todo lo felices que creemos poder ser, que creemos merecernos ser.

Esa sensación de vivir incompletos, por debajo de nuestro particular listón de felicidad, es desalentadora pero también nos alerta sobre nuestra vida, nos confirma que no nos hemos entregado a su inercia, nos hace conscientes de nuestra situación. El aguijonazo de la insatisfacción nos mantiene vivos y activos, es el antídoto de la apatía, de la anestesia, de la rendición. El inconformismo es doloroso pero, a la vez, esperanzador. Y este desarticulante sentimiento de mejora existe porque aún creemos en el futuro, en que ante nosotros se despliega un territorio suficientemente amplio como para edificar un porvenir distinto, renovado, mejor.

Quizá, pues, no se trate únicamente de cenar menos, de contar los pitillos y de salir los fines de semana a La Pedriza con la bici. A lo mejor deberíamos hacerle un extreme makeover a nuestra vida, una cirugía total, y no limitarnos a aplicarle la faja de los pequeños buenos propósitos, el botox de las bondadosas y productivas intenciones, como ser el mejor empleado del mes o el gran confidente de los amigos. Lo cierto es que cada vez más gente a nuestro alrededor estrena nuevas vidas. No sólo reinventa su vestuario y alicata los baños, sino que da vuelcos radicales a sus rutinas.

El ejemplo de los inmigrantes es, quizá, el más brutal, pero no dejamos de interaccionar con personas que un día tuvieron el valor de apostar por un futuro renovado abandonando sus ciudades, sus países, incluso a sus familias.

Escuchamos y observamos casos de grandes transformaciones existenciales, algunas forzadas, como las de muchos ecuatorianos o rumanos que viven en Madrid, pero muchas otras voluntarias.

Amigos que tienen el coraje de dejar sus empleos seguros por el sueño de una empresa personal o esos otros que buscan un traslado a una delegación en otro país porque ansían buenos aires, la bocanada de otros vientos, porque reconocen su atmósfera madrileña agotada y enrarecida.

Madrid es suficientemente grande, rica y heterogénea como para considerarla el destino definitivo. Más aún quienes nacimos aquí. Sin embargo, la globalización nos está abriendo los ojos y estamos contemplando el mundo como una enorme red de metro para la que tenemos billete.

Quizá no debiéramos esperar a que nuestra ciudad superpoblada, a que nuestra vida conyugal o nuestro trabajo exploten o nos hagan explotar para pensar en nuevos horizontes. Un gran cambio tendrá mejores consecuencias si no está provocado por una huida, si no abordamos esas transformaciones laborales y residenciales en una situación desesperada y con el ánimo ya maltrecho.

Cada inicio de año se desempañan los deseos. Pero no tardará en volver el vaho de los días, la bruma de la rutina que nos nubla esta súbita lucidez que recobramos tras la Navidad. Ahora que todo parece posible, que nos creemos capaces de enmendar nuestras vidas, de darnos mayores placeres y de esquivar ciertos infortunios; antes de que el monóxido de la monotonía nos noquee otro año más, demos el primer paso sobre el alambre.

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