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Columna
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La tiranía del status quo

Una de las críticas más llamativas de entre las muchas que el presidente Reagan recibió durante su mandato fue la que le hizo el recientemente fallecido Milton Friedman en La tiranía del Status Quo (1984). Tras haber sido su principal asesor económico en la campaña que le llevó a la presidencia en 1981, y formando parte del consejo de asesores económicos del presidente Reagan, Friedman le reprochó públicamente al político californiano su incapacidad para impulsar las reformas que le habían dado el éxito electoral frente a Carter.

Reagan, según Friedman, había desaprovechado el período de luna de miel que todo electorado otorga al vencedor de unas elecciones durante los primeros seis o nueve meses. Después, el triángulo de hierro formado por los burócratas, los grupos de interés que se benefician económicamente de las políticas puestas en marcha por la anterior Administración y los miembros del partido que priorizan las políticas clientelares sobre las reformas estructurales, acaba por imponerse, manteniendo el status quo y frustrando el cambio.

Dejando al margen el sentido de las reformas que Friedman defendía, vale la pena tener en cuenta su opinión sobre las posibilidades que todo nuevo gobernante tiene para cumplir sus promesas de cambio. Y no tanto por su pericia como economista como por la vasta experiencia política que acumulaba, tras haber asesorado a tres presidentes (Nixon, Ford y Reagan) y haber participado activamente en cuatro campañas (la de Goldwater en 1964, las dos de Nixon en 1968 y 1972; y la de Reagan de 1980). Y según Friedman, o el cambio se impulsa durante los primeros nueve meses, o el triángulo de hierro bloquea toda capacidad de reforma.

Transcurrido, con creces, el período de luna de miel que el bipartito disfrutó con la sociedad gallega, comienzan a aparecer síntomas de rendición ante el triángulo de hierro. Y no sólo por los rendidos elogios que acaba de recibir la también metálica estructura de la Ciudad de la Cultura. Los segundos presupuestos de la Xunta bipartita, lejos de reducir la burocratización, la incrementan aún más, tanto en lo relativo al personal eventual como en lo que se refiere a la creación de nuevos chiringuitos que se integran en la antes denostada "administración paralela" (cuyas plazas, según los sindicatos, no siempre se proveen de forma ejemplar).

Las ayudas y subvenciones directas a las empresas (y muy especialmente las relacionadas con los medios de comunicación) no han dejado de crecer con relación a las otorgadas por el anterior Gobierno popular. Y algo similar ocurre con las subvenciones y ayudas a instituciones, a colectivos y a personas, supuesto hilo con que se tejía la red clientelar que asfixiaba a la sociedad emprendedora.

No resulta por ello sorprendente que comiencen a aparecer manifestaciones de descontento en algunos de los sectores sociales que con más ilusión acogieron el mensaje del cambio. Según una fuente tan poco sospechosa como el Barómetro político de la Universidad de Santiago, el porcentaje de gallegos que valoran positivamente la labor del ejecutivo ha bajado del 62,1% de 2005 hasta el 51,8% de 2006; y la suma de quienes califican como malo y regular el trabajo del Gobierno autonómico ascienda ya hasta el 61,4%.

Que el desencanto acabe por traducirse en descenso electoral es posible; el propio Friedman sostenía -en otro contexto- que "los gobiernos nunca aprenden, sólo las personas aprenden". Tan posible es que suceda, como que no; y ahí está para demostrarlo Walter Mondale, el candidato al que Reagan derrotó en 1984, que ostenta el dudoso título de haber sido el demócrata que por mayor margen perdió unas presidenciales en más de medio siglo. Pero de lo que no parece que haya duda, a estas alturas, es de que la tiranía del status quo se ha impuesto, una vez más, ahora en Galicia; y que ello, por desgracia, hará que algunas de las buenas ideas que los nuevos gobernantes traían se queden en el fondo de un cajón. Hasta nueva ocasión.

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