La Señorita Pepis
NO ME PREGUNTEN cómo ni por qué, pero yo creía en los Reyes Magos y en mi padre. Fifty, fifty. Yo veía los anuncios, escribía mi carta y se la enseñaba a mi padre. Mi carta estaba llena de muñecas de Famosa que se dirigían al portal para hacer llegar al Niño su cariño y su amistad. Mi padre dejaba a un lado la copa de Fundador (luego pasamos al Chivas), se ponía las gafas, la leía y decía: "Pero dónde vas, esto no te lo traen ni de coña; pero tú te crees que los Reyes están para traerte a ti lo que se te antoje". Me pedía lápiz y tachaba. Yo tenía fe ciega en su criterio. Para mí era el Intermediario, el Intermediario entre Dios y yo, entre los ovnis y yo, entre los Reyes y yo. Si los musulmanes tienen en Mahoma a su profeta, yo tuve a mi padre. Mi padre hubiera sido un fabuloso integrista, lo digo sin acritud, pero tuvimos la mala suerte de criarnos en Occidente, en estos países de mierda en los que las hijas soñamos con desobedecer a los padres para hacer nuestra santa voluntad. Y una vez que te acostumbras a lo malo, ay, amiga, qué difícil volver atrás. Yo creía, digo, en los Reyes y en papá, fifty, fifty. Si papá decía que me había pasado tres pueblos, yo me dejaba tachar la cunita, el cochecito, el Nenuco y la cocinita. Todos mi deseos eran espantosamente femeninos: yo quería reinar en mi casita, peinar a mi bebé, acicalarme con mi estuche de la Señorita Pepis y tener mi maridito. Aspiraciones que aún a día de hoy mantengo. Luego vino una época en la que recordábamos aquella feminidad con espanto, esa época en la que algunos padres compraban camiones a las niñas y barbies a los niños para no perpetuar los roles. Los pobres niños, para no decepcionar a sus progenitores A y B, se cambiaban los juguetes a escondidas: el varoncito lanzaba el camión contra la pared (esa gran demostración de inteligencia que no se sabe por qué las feministas de entonces deseaban que practicaran las niñas), mientras la hembra peinaba al Nenuco, toda ella ternura, hasta que se hartaba y lo dejaba tirado en un rincón. Vivían los niños de los primeros progres su felicidad clandestina, hasta que oían a los padres acercarse al cuarto y hacían el cambio rápidamente. Ahora, a pesar de la voluntad política general de los juguetes no sexistas, los biólogos se están empeñando en que hay tendencias en el juego (aparte de las excepciones, claro), que tampoco es tan estúpido jugar a mamás y tampoco tan inteligente chocar el camión contra la pared. Al fin y al cabo, ese tercer grupo de niños que disfruta con juguetes pedagógicos es escasísimo. Vamos a decirlo de una puñetera vez aunque nos duela: el castillo y el barco pirata de los Lego los montan los padres.
Yo creía en los Reyes y en mi padre, pero sobre todo en mi padre. Tenía la intuición (de tipo económico) de que debía seguir su consejo. Así las cosas, un año me hizo tachar tantos deseos que sólo me pedí el libro de Heidi, de cuando Heidi aún era austriaca y no se había vuelto japonesa. Pues bien, me trajeron el libro de Heidi y ¡unas manoplas!, y pasé el día de Reyes leyendo Heidi con manoplas, lo cual, con el frío que hacía en ese libro, es sin duda un ejercicio de coherencia intelectual. Cuando volví al colegio sentí vergüenza por haber recibido tan pocos presentes y mentí añadiendo imaginariamente dos o tres juguetes. Así aprendí a mentir sobre lo que realmente deseaba y sobre lo que realmente tenía. Hasta hoy. Actualmente sigo echando mi carta. No escribo lo que deseo, aunque sé lo que deseo. Tampoco llego al punto televisivo de desear que no haya guerras en el mundo, porque eso, además de un despliegue innecesario de empalagosos buenos sentimientos, debemos dejarlo para las Belén Esteban, a la que, por cierto, Manuel Seco debería dedicarle capítulo aparte en su Diccionario del español actual por su impagable elasticidad verbal; el otro día, por ejemplo, al discutir sobre la belleza física de un tercero, gritaba: "¡Pero de qué vas, si ese tío es horroroso, si parece el jorobado de Rotterdam!". Me hizo reafirmarme en un convencimiento: lo que más se echa de menos de España es la tele. Por otra parte, tengo comprobado empíricamente que quien se llena la boca de buenos deseos de puertas para fuera es porque sabe que le van a traer un cacho joyón de puertas para adentro. La solidaridad verbal es cosa de folclóricas y escritores.
Educada como fui para pedir poco y barato, en mi carta a Sus Majestades pedí este año un manual, si es que lo hubiera. Un manual práctico para escribir sin meterse en líos. Un manual que te diga cosas como: no seas tonta, halaga a tu clientela; es preferible crearse enemigos en un solo bando, conviene que no despistes, no tengas a los enemigos dispersos, no des quiebros raros; no optes por una opinión independiente porque te quedarás, tarde o temprano, con el culo al aire; arrímate al poder, pero no te olvides de cultivar una imagen radical; comprométete con asuntos lejanos que te darán un aura de persona comprometida; pasa de solidarizarte con un compañero que está siendo atacado, al contrario, alienta la idea de "algo habrá hecho", etcétera. Esto es lo que pedí. Un deseo útil para el año que comienza. Ya me veía leyendo el manual con las manoplas. Pero los Reyes, que saben que siempre miento sobre lo que deseo, debieron de preguntarse: "¿De verdad quiere un manual, de verdad esta criatura siente que la vida merece la pena sin meterse en líos?", y fíjate si a estas alturas me conocen que me dejaron un estuche. Como el de la Señorita Pepis.
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