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Columna
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Europa

Compro algunos días los periódicos en un sitio con teléfono público y oigo largas conversaciones en rumano. Entiendo poco, pero me gusta oírlo, intentando reconocer en la lengua extranjera mi lengua, neolatina como el rumano, aquí, entre Málaga y Granada. Recuerdo a una señora rumana que me decía en Roma que los rumanos son trabajadores y tristes. Sólo trabajan pensando en la vejez y en los hijos, y se ponen tristes, me decía en buen italiano la rumana, limpiadora. Había aprendido italiano "per vergogna", por vergüenza, para que nadie la corrigiera. Ahora quería aprender alegría italiana. Había mandado a su hija a Rumania, con los abuelos. Tenía que trabajar si quería conservar el permiso de residencia y, si llevaba a la niña a la guardería, no le quedaba para vivir y mandar dinero a Rumania. Los argumentos se enredaban en la culpa de no estar con su hija.

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Ahora somos oficialmente conciudadanos la señora de Roma y yo, ciudadanos de la Unión Europea. Cambia el mundo, como las palabras: cuando yo era niño, se decía Rumanía, no Rumania. Me parece una noticia muy importante de la semana primera del año la ampliación de la Unión con Rumania y Bulgaria, hasta las orillas del Mar Negro. Pero también veo que se ha ido perdiendo Europa conforme crecía, después del artificio mal pensado de la Constitución que explícitamente rechazaron Francia y Holanda, y arrumbaron siete países más.

Andalucía no sería como es sin la UE. Europa es una esperanza que me vi defendiendo en Gdansk, en 2004, al norte de Polonia, donde la mayoría era abiertamente antieuropea. Eran días de distancia entre europeos y americanos por la guerra de Irak, y mis anfitriones polacos me pedían que los convenciera de que la UE no era antirreligiosa, antiamericana, antiliberal, y de un relativismo que suprimía los valores tradiciones, "la familia, el trabajo, la patria", lema del mariscal Petain, aunque no lo supieran los polacos, que odiaban a los franceses, su prototipo de antiamericanismo. No decían Carrefour, sino algo así como Queirfoor. Yo contaba las transformaciones positivas de mi país, pero casi todos los polacos con los que hablé eran antieuropeos. El engrandecimiento en miembros y habitantes de la UE ha coincidido con el empequeñecimiento de entusiasmo y de realidad política.

A la señora rumana le pregunté si sabía que Trajano, el emperador que conquistó la Dacia, lo que es Rumania desde 1862, nació en Itálica, en Sevilla. No, aunque en Roma había visto la columna de Trajano, "sin duda el monumento más extraordinario que la antigüedad romana nos dejó", dice Italo Calvino, que ha descrito narrativamente la columna. En la base de la columna, de 40 metros de alto, están esculpidas las armas tomadas a los dacios, y, hacia arriba, se despliega un relato cinematográfico en espiral: el paso del Danubio, las marchas, los campamentos, las crueldades, la vegetación, la dignidad de los dacios vencidos, sesenta veces Trajano, dirigiendo batallas o trabajos de fortificación, arengando a los suyos y aceptando la rendición de los enemigos. Según Calvino, los bajorrelieves van borrándose por el aire y la respiración humana y el humo del tráfico.

Trajano repobló la Dacia con colonos romanos y dejó el latín a orillas del Mar Negro, hasta hoy. "Así que soy un poco andaluza. Somos andaluces los dos", me decía la rumana de Roma, en italiano. Lo raro es que la señora y yo no recurriéramos al inglés, nuevo latín. La crónica desde Bruselas de este periódico con motivo de la ampliación europea señalaba otra paradoja, similar a la del hecho de que la idea de Europa mengüe conforme crece la UE: una vez añadidos el rumano, el búlgaro y el gaélico de Irlanda, existen 23 lenguas oficiales en la Unión, pero este reconocimiento de riqueza lingüística redunda en beneficio del inglés, única lengua franca en la babélica Bruselas y en los alrededores de Málaga, donde vivo. Es interesante cómo vamos teniendo una lengua de familia, materna, frente o junto a una lengua político-económica, el inglés.

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