Tarjetas postales
Las tarjetas postales, como la depresión o el complejo de inferioridad, se inventaron en Viena. Ya no se llevan ni las tarjetas postales, ni los complejos. Por lo menos no se llevan si eres el alcalde de Madrid. Sin complejos, con fuegos, colorines, luces y muchos efectos se inician las fiestas y se despide el año. Ahora la cosa se traslada a la plaza de la Cibeles. Al antiguo Palacio de Telecomunicaciones, a Correos, que un ilustre visitante como Trotsky llamó Nuestra Señora de las Comunicaciones. El edificio que ahora será ayuntamiento le pareció imponente como una catedral. Y eso que no llegó el día que el alcalde demostró no tener complejos. Que una cosa son los agujeros presupuestarios o las cuentas de la M-30, y otras son las fugaces alegrías ciudadanas con fuegos de artificio. Demostraciones festivas que tanto gustaron a nuestros ilustrados, incluso a los déspotas.
Visto lo iluminado estamos más cerca del artificio vienés que de los modernos vanguardistas. Aquellos seguidores de Loos que se empeñaron en hacernos creer que menos es más. Eso no va con nuestro estilo, ni con nuestras fiestas. Aquí lo único que rebajamos es el envío de tarjetas postales. Casi no llegan, apenas algunas de instituciones o de algunos últimos clásicos. Sigue siendo fiel la espléndida del bar El Cock, una colección que diseñó Gonzalo Armero y que siempre sabe bucear por las textos del buen beber. Este año Jack London. La de la Residencia de Estudiantes, recordándonos que todavía quedan días para acercarse a una de las mejores exposiciones del año, la de Juan Ramón Jiménez. Otra muy sobria, con poco ornamento, del Centro Dramático Nacional, dónde Gerardo Vera nos recuerda una frase de Bertold Brecht: "El arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma".
Como un martillo me parecieron algunos de los dibujos que me invitaba a ver la tarjeta que llegó de la Biblioteca Nacional, de Rosa Regás. En su tarjeta se invitaba a la exposición de dibujos infantiles en tiempos de guerra. Hasta allí llegué, me impresionaron esos acercamientos de los niños a la Guerra Civil. Evacuaciones, bombardeos y vida cotidiana en los tiempos de guerra. También hay algunas que están llenas de inocente alegría, de tranquilos juegos, de feliz vida familiar de esos niños pintando sus recuerdos de antes de la guerra. Después cambiarían los juegos. Era más difícil jugar -no podía ser fácil si bombardeaban en "la cola de la leche", como dibuja un niño de Alcañiz- pero se seguía jugando. Se jugaba a ser mayores. Se jugaba con armas de madera, se reproducía de mentira un frente que era verdad a unos metros. Hay muchos dibujos que están realizados en colonias, en hospitales de acogida, en las largas vacaciones del 36 y las que siguieron.
Cuando salí de la exposición recordé que en uno de esos lugares, creo que en un hospital de un pueblo de Aragón -siento no tener a mano a Agustín Sánchez Vidal para contrastar bien el dato- un joven herido de guerra, el soldado Alejandro Finisterre. Luego fue muchas cosas, entre otras un conocido editor en el exilio mexicano, pero entonces era un joven soldado republicano con conocimientos de carpintería y con ganas de poder jugar. Ni en tiempos de guerra perdemos la necesidad del juego. Ante la dificultad de algunos de los niños y jóvenes heridos que allí se reponían para practicar su juego preferido que ya era el fútbol, Alejandro Finisterre se inventó el futbolín. Han pasado setenta años, seguimos jugando al futbolín, a un juego que todavía no está en los dibujos de éstos niños que supieron pintar y jugar a pesar de todo. No creo que en tiempos de guerra se tomaran las uvas con normalidad, muy pocos serían los privilegiados que brindaran con vino espumoso y doce uvas. Aunque, eso sí, al menos se libraban de los comentarios de los sonrientes habituales en esos minutos de oro televisivos. Eso no hay quién lo arregle
Sea como sea, incluso con la Puerta del Sol estilo barricada, seguimos tomando las uvas. Por más que se nos atragante somos víctimas de nuestros propios ritos. Asó lo recuerda otra de las pocas tarjetas que me han llegado -otra cosa son Internet o los sms- ésta de Málaga, de la generación del 27, en un poema de Elena Medel: ... Las uvas -doce- trágalas con paciencia, y / piensa en el gimnasio, en la capa española, / en las canciones del especial televisivo: que no se escape ni una. / Después del ritual, cabeza al frente. El tiempo pasa. / Hazme, mientras tanto, el favor de ser feliz.
Sé que instaurar la felicidad es casi tan complicado, tan inútil como pretender que en los bares prohíban fumar, pero las fechas son las propicias para las ilusiones. Aunque yo me estoy quitando.
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