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Crónica:BARCELONA MUSEO SECRETO
Crónica
Texto informativo con interpretación

Figuras del malecón

Aguardando en los muelles de Logística del puerto, bajo las grúas, al lado de los grandes buques, entre gañidos de gaviotas, recuerdo a Fernando Pessoa en el puerto de Lisboa, donde esperaba muerto de miedo la llegada de Inglaterra del nigromante diabólico Alistair Crowley, con el que compartía el interés por el ocultismo y con el que imprudentemente se había carteado. Cuanto más se acercaba el momento de conocer a aquel mago de pésima reputación en este mundo y en el otro, más miedo sentía Pessoa. Y cuando por fin Crowley, después de una pésima travesía agitada por las tormentas, llegó a puerto y bajó del barco, lo primero que le dijo fue: "Pero señor Pessoa, ¿por qué me ha enviado esas tempestades?...".

Mi primo se demora, los tinglados están en silencio, y entonces oigo, no sé si en las "hondas bóvedas del alma" de Machado o sólo entre las paredes de mi cráneo, la voz cavernosa de Paolo Conte, respaldada por un coro de niños: "Il maestro è nell'anima / e dentro all'anima per sempre resterà. / Viva lei", etcétera. El compositor de Azzurro, de Mocambo, de Parole di amore scritte a macchina y de tantas otras melodías pegadizas y versos inolvidables es un hombre tocado por la gracia; y entre tantas canciones, esa cantinela pretendidamente alegre, en realidad elegíaca, de los niños repitiendo que "il maestro é nell'anima" es la que resuena en la memoria, levanta ecos y convoca figuras queridas; porque en situación análoga, o sea paseando al atardecer por el muelle de un puerto del Adriático, Juan Bautista Bertrán vio a Umberto Saba, que era para él "un amigo sincero, un confidente". Saba había envejecido, tenía más curva la línea de la espalda, caminaba lento, apoyándose en un bastón, y observaba los barcos y el mar tan abstraído que Bertrán no quiso sacarle de sus pensamientos: "Fue la última vez. Un sol postrero / de rayo horizontal trazó más larga / en las losas de piedra / del malecón desierto su figura". Así termina, plástica y melódicamente, con esta sarta de palabras nobles y ese violento hipérbaton que modera el tono elegiaco y coloca la figura del amigo evocado en el lugar más destacado, en las últimas sílabas, el homenaje a Saba, que es uno de los mejores poemas de Juan Bautista Bertrán, excelente maestro y poeta olvidado.

Creo que aunque muchos profesores se esfuerzan, se toman muy en serio la sagrada y cada día más difícil labor de transmitir conocimientos a los niños, a los chicos ignorantes, a menudo sienten que hablan solos, y han de hacer esfuerzos notables para superar la impresión, confirmada por tantas evidencias, de que sus esfuerzos son baldíos. (Sobre este tema José María Valverde tiene un poema muy acertado, aunque sólo impresionista, sin mordiente, porque era demasiado bondadoso y a la conclusión de ciertos pensamientos prefería no llegar). Algunos maestros, sin embargo, parecen inmunes a la monotonía y el escepticismo, no consultan el reloj y son inolvidables. Como el enigmático Secundino Sañé, siempre trajeado de verde (cambiaba de traje cada día, pero siempre eran verdes), que el último día de clase, en el aula donde tomaba el examen oral a los alumnos, y a la que íbamos subiendo uno por uno como a instancias superiores, me reveló, con una sentencia aterradora que no repetiré, el sentido del famoso aforismo de Sartre: "El infierno son los demás": "¿Pero entiende usted lo que quiere decir Sartre con eso? Lo que quiere decir es que...". (¡No, ya he dicho que no repetiré aquellas cuatro palabras!) O como Ignacio Feliu de Travy, en el que pienso a menudo porque por el barrio me cruzo con su hermano, y se le parece. Era delgado, atildado, de baja estatura, de cabeza grande y fina, espiritual, y el rumor de que era un significado carlista lo envolvía en un aura de secreta extravagancia, pues eso nos parecía muy antiguo, cosa de blasones y landós. Su indulgencia con los alumnos perezosos rayaba en la indiferencia, pero a los más aplicados los llevaba, los sábados, por turnos rigurosos, en su Seat 850 amarillo a visitar iglesias románicas y castillos en ruinas, sólo por el placer de educar...

En el sermón de una de las últimas misas, quizá la última, que celebró Juan Bautista Bertrán, dijo que el bien absoluto es también cosa de este mundo, y que él lo sabía muy bien pues había palpado la santidad. "Yo he palpado la santidad", repetía, con una especie de angustia de no ser creído. Y yo también la he palpado cuando le estrechaba la mano. Valverde prologó una antología de sus versos con un poema en donde lo describe "en su penumbra / desde donde nos quiere suavemente / a todos, donde escribe a media voz". Valverde, hablando sobre la Viena de Wittgenstein y sobre la conciencia del lenguaje como el descubrimiento capital de la modernidad, y de las palabras como sustancia y no mera representación de las ideas -ahora esto suena elemental, pero eran lecciones deslumbrantes-, salpicando el monólogo con versos de Darío, de Machado y de Argensola, también fue un maestro inolvidable, y un poeta él mismo, pero sobre él no me extenderé porque muchos lo recuerdan y porque el espacio se me acaba. En cuanto a los versos, basta con uno solo feliz para justificar a un poeta. El mismo Argensola es eterno sólo por el soneto "Yo os quiero confesar, don Juan, primero...". Y en cuanto a los ripios, de los que nadie se salva, el mismo Valverde advirtió: "... si sois benévolos, hermanos, / y encontramos merced en vuestras manos, / por ese corazón os querrán bien / poetas de otros siglos más lejanos. / ¡Y buen falta os puede hacer también!".

museosecreto@hotmail.com

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