La aventura de las letras
Yo también hubiera deseado nacer en otra época y ser otro. Ser piel roja en Little Big Horn, por ejemplo, o jinete mongol con Gengis Khan; caballero andante por lugares de La Mancha, de cuyos nombres me acordaría, si hubiese estado allí; ballenero vasco en Terranova; corsario berberisco en el Mediterráneo, terror de la Cristiandad; Billy el Niño cabalgando con Pat Garrett; un viejo pescador en los cayos de Florida, viejo él, viejo el mar; espía en La Habana; revolucionario en Shangai; piloto de avión sobre los cielos de Madrid durante la contienda, la cruel contienda civil; brigadista del POUM en los yermos de Aragón; Agirre, siempre Agirre, la cólera de Dios, la locura hecha hombre, o el hombre convertido en paradigma de la locura; Aquiles detrás de la tortuga; Zalakain en el sitio de Laguardia; uno de la partida del cura de Santa Cruz; Zumalakarregi traído en andas a su pueblo; cazador de leones en la llanura, bajo las nieves del Kilimanjaro; Sam Spade llegado a la ciudad a investigar los restos de la última corrupción urbanística; el capitán Ahab y su lucha con la ballena blanca; el teniente Drogo enviado a una fortaleza de frontera; Marlow cruzando la barra de Bayona y adentrándose en el corazón de las tinieblas, ¿dónde está Kurtz?; un hombre que ve cómo se va convirtiendo en escarabajo, o en cucaracha, en pájaro, que se va convirtiendo en lo que no es; un hombre solo que no sabe por qué mata a otro hombre, bajo el influjo del sol de mediodía; un soldado que vuelve de la Gran Guerra y sin novedad en el frente; pirata en la isla del tesoro, ron, ron , ron, la botella de ron.
Es lo que tienen las grandes y bellas historias. A uno le hubiera gustado estar allí
Nuestras horas se suceden como en una historia, una novela, un poema, un tanto lírico y un tanto épico
Es lo que tienen las grandes y bellas historias. A uno le hubiera gustado estar allí o, sin haber estado allí, a uno le hubiera gustado haber sido testigo de todos esos sucesos que, aun sabiendo que poco tienen que ver con lo verdaderamente acontecido, nos conmueven, nos emocionan, nos ensanchan los ojos y nos estrechan la garganta. Quizá porque sean hechos extraordinarios y afectan mucho más a nuestra facultad de imaginar o de soñar que a nuestra capacidad para ir remando en ese mar incierto, poco seguro y turbio que es la realidad.
El problema del hombre actual, en general, no tiene tanto que ver con el pasado, sino con el presente. Y el presente no deja de ser una visión desapasionada del pasado, pero el pasado es el punto de partida o de llegada de cada cual, y depende del lugar que ocupa o quiere ocupar en esa esfera de cristal que es el tiempo. Pocos sucesos nos afectan verdaderamente, porque pocas cosas nos consuelan. Se busca la felicidad, y todo el mundo quiere ser feliz, sin saber, a veces, que la felicidad como el amor se la conoce una vez que desaparece de la vida.
Se busca la felicidad y, como es una sensación, más que un sentimiento, cada cual la va creando o inventando según sus necesidades. La vida es una aventura, en el sentido libresco, claro, pero no todo el mundo se da cuenta de ello. Y quienes se dan cuenta, son, en principio, incapaces o no se creen los más adecuados para contar o escribir. ¿Qué escritor no ha conocido, a lo largo de su fructífera y dilatada vida, a horas intempestivas, sobre todo, en la barra de un bar apartado, con una música atronadora, la confesión del parroquiano, amigo circunstancial, acompañante obligado y necesario por la soledad y el afán de comunicación? "¡Si yo te contara todo lo que me ha pasado!" Nuestras horas se suceden como en una historia, una novela, un poema, un tanto lírico y un tanto épico. La literatura no está sólo en la letra, en el libro impreso o publicado, en el texto electrónico; la literatura está en el corazón del hombre, que como un navío que atraviesa un oscuro río, llega siempre a su puerto. Quien tiene algo que contar acaba contándolo. Nuestra cultura es literaria, aunque muchas veces la literatura haya sido introducida como de contrabando y con vergüenza. Seguramente la razón sea la enorme desconfianza que desde tiempos de Platón tienen las mentes bienpensantes de la sociedad, los dirigentes del mundo hacia algo que se basa en mitos y fabrica quimeras, patrañas, para sobrevivir en el mundo o cambiarlo. Lo cual no impide a esos entes bienpensantes y dirigentes de la sociedad crear, a su vez, otras patrañas o mitos, mentiras que por la ley de la costumbre se convierten en verdades indiscutibles, para que todo siga igual. La historia de la literatura comienza con el balbuceo de un niño, continua con las dudas de un adolescente que se cree príncipe de Dinamarca, o con el entierro de un anciano. No hay final, porque en la literatura hay vida más allá de la vida; y muerte, más allá de la muerte y de la resurrección de la carne y del alma. En tal mundo, todo final puede ser un comienzo, y el comienzo, un intermedio, el momento de sosiego entre dos actos, mientras cambian tenuemente el decorado y se preparan los actores para afrontar las siguientes escenas. La literatura es el llanto de una mujer a quien han matado a su hijo, o el grito de dolor de la esposa ante el cadáver del marido, el júbilo de un niño que ha ganado un premio en el colegio, el canto del hombre que ha encontrado su fortuna o su amor, el ruido de la conciencia mal acallada, la furia de la guerra y del odio, la leve tonadilla de la mujer camino del mercado o del hogar, el susurro de los amantes, el silbido del viento entre las ramas de la alameda, el chirrido de un tren que transporta esperanza. La literatura pone la letra de la existencia, porque es la propia vida, con su cúmulo de sentimientos y sensaciones, esa mezcla indefinida de experiencias, la que escribe la música, alegre o triste, vals o tango.
Escribimos o volvemos a escribir las viejas historias: la de Ulises, que llega a Ítaca y no es bien recibido, y renegado de todos, abandonado por esposa, hijos y amigos, marcha de nuevo en su navío, con su coro de sirenas y su tropa de sueños, y desaparece en ese lugar donde el mundo se acaba, o comienza, y se pierde su memoria y también su olvido.
Felipe Juaristi es escritor.
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