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Columna
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Coste de oportunidad

Pocos conceptos en Economía resultan tan incómodos para los gobernantes como el de coste de oportunidad; entre otras cosas porque su mera existencia puede poner de manifiesto las exóticas razones que se esconden detrás de ciertas decisiones políticas. Particularmente de aquellas que necesitan de un presupuesto para llevarlas a cabo.

En términos sencillos, el coste de oportunidad puede definirse como aquello a lo que renunciamos cuando dedicamos los recursos disponibles a cualquier otra cosa. Todas las decisiones que implican una inversión o un gasto tienen su correspondiente coste de oportunidad; y la causa principal de que ello sea así es que los recursos son limitados (lo que obviamente obliga a elegir entre una variada gama de usos alternativos).

En principio, el problema de la elección de la decisión adecuada por parte de los gestores de la cosa pública tendría una fácil solución, al menos en teoría: se calculan los beneficios que para el conjunto de los ciudadanos tiene el gasto previsto, se descuentan los beneficios que podrían obtenerse con otras alternativas de gasto (coste de oportunidad), y voilà, si el saldo es positivo, la inversión pública es razonable.

Sin embargo, lo que observamos en la práctica es que este modo de obrar es mucho más frecuente en empresas y familias, quienes están obligadas, lo quieran o no, a realizar cálculos minuciosos (tanto más, cuanto menores sean los recursos disponibles) para conseguir el mayor nivel de rentabilidad o de satisfacción posible. Cuando, por el contrario, se trata de dinero público entonces la cosa se complica enormemente. No sólo por la dificultad objetiva de valorar los beneficios derivados de las diferentes alternativas (defensa o educación, justicia o sanidad, asistencia social o I+D, etc.) sino también porque las autoridades ya se ocupan, con empeño digno de mejor causa, de que no se sepa muy bien cuales son los verdaderos costes que tienen sus decisiones.

Es lógico, imaginemos por un momento que los ciudadanos supieran exactamente lo que cuesta el mantenimiento anual del Palau de les Arts, o conocieran el volumen de las pérdidas acumuladas por Radiotelevisión Valenciana (163 millones de euros) o por la Sociedad de Proyectos Temáticos (29 millones) o por La Ciudad de la Luz (12 millones), y así sucesivamente, y calcularan entonces los beneficios económicos o sociales que podrían obtenerse con el mismo volumen de gasto dirigido a otras actividades (es decir, su coste de oportunidad). Es muy probable que consideraran que algunas decisiones políticas les están saliendo demasiado caras, por mucho que ellos mismos eligieran en su día a sus responsables directos.

Por supuesto también cabe la posibilidad de que, tras un análisis sosegado, aquellos decidieran que, aún así, merece la pena, una vez demostrado que los beneficios indirectos derivados de la inversión (como por ejemplo el gasto realizado por la llegada de visitantes foráneos atraídos por aquella) compensara el esfuerzo presupuestario realizado. Esta es precisamente una de las principales razones que arguyen los políticos vascos para defender el gasto de 139 millones de euros que supuso la construcción del museo Guggenheim, y la verdad es que las cifras obtenidas desde entonces les dan la razón sobradamente.

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El problema es que aquí nadie ha demostrado esto todavía. O si lo ha hecho, los resultados son desconocidos para el gran público. Se habla, eso sí, de objetivos genéricos, casi todos ellos de carácter intangible, como "mejorar de la imagen de ciudad", "situar a Valencia en el mapa del mundo", "aumentar los ingresos por turismo", y cosas de parecido tenor. Huelga decir que en tales circunstancias resulta fácil justificar cualquier gasto, por muy elevado que éste sea, al darse siempre por supuesto, sin saber muy bien el por qué, que los beneficios totales obtenidos compensarán con creces los generados por otras inversiones alternativas potenciales.

Pero, en fin, como suele ocurrir en esta tierra acostumbrada a los fuegos de artificio y a los grandes monumentos barrocos, la ignorancia nos permite mantenernos en esa especie de nirvana existencial que tan buenos resultados electorales proporciona a quienes la cultivan. Reconozcámoslo, somos diferentes al resto del mundo civilizado.

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