Toros amnistiados
Por estas fechas, a servidora le sube el cursi. Alguna vez lo he escrito: me encanta todo aquello que resulta tan incorrecto enaltecer. Me encantan los galets de mi madre, los niños y sus sueños, la familia al completo brindando por la vida, la verdad profunda que late bajo el amor que nos tenemos. En las épocas de mi adolescencia, no se llevaba nada de todo esto, tiempos de dinamitar la familia tradicional y reinventarla, pero las aguas han vuelto a ríos más tranquilos y al final queda lo real. Y lo real es que nos gusta estar juntos, formamos un espeso entramado de complicidades, emociones, recuerdos y gramáticas cotidianas, y la Navidad sabe cómo tejerlo. Así que, antes de ir hacia derroteros de otra naturaleza, permítanme que les desee unas fiestas densas de vida, completas.
Los derroteros aterrizan en el tema del toro, las palabras a media luz de la ministra, el pollo que se ha montado en algunos lares patriótico-españoles, la decisión municipal respecto a la Monumental y, en definitiva, la polémica taurina al completo. Como es sobradamente conocida mi postura respecto a lo que considero una auténtica orgía de sangre, violencia y maldad, no me entretendré demasiado en volver a postularla. Respecto a la cuestión, el mundo se divide entre los que consideran que se trata de una fiesta de "rancio abolengo", basada en la belleza de la testosterona entre el hombre y el toro, y los que la consideramos rancia a secas, más vinculada a lo primario, irracional y perverso, que a ningún otro referente. De todo lo escuchado estos días de trompetas del Apocalipsis taurino, lo mejor lo dicho por un renombrado locutor ¡Santiago y cierra España!: "no se puede explicar la historia de España sin los toros". Sin duda. Tampoco sin la Inquisición y, desde luego, sin la persecución de los afrancesados, la Contrarreforma, los cuarenta años de paz de cementerio, etcétera. No hay nada más español que Ortega, y hasta Ortega dice que no hay nada más español que la violencia. Que no se preocupen, por tanto, los guardianes de la esencia nacional-católico-taurina: la historia de España no entraría en cuestión con la desaparición de los toros, sólo cerraría uno de sus tantos episodios malvados. Tampoco soy de los que hacen de la cuestión, una cuestión catalana. Los catalanes somos campeones en toros embolados, en toros ensogados y en todo tipo de salvajadas que, Tierras del Ebro adentro, dignifican nuestras impolutas cuatro barras. De manera que la maldad contra el toro está repartida por toda la piel de toro, dicha la metáfora espriuana en su mejor momento. Además, en estos tiempos de incipiente ética ecológica, con alguna dosis de mala conciencia respecto al planeta, y a los millones de vidas diversas que ya nos hemos cargado con nuestra vírica voracidad -¿qué otro ser vivo se parece al ser humano, sino el virus?-, hasta los taurinos necesitan una amplia lista de justificaciones, más o menos presentable, para intentar defender su gusto por la sangre. De sus muchos argumentos, el más cachondo es el ecológico, cuando aseveran que se salva una raza de toros con la susodicha torturadora fiesta. En un debate parlamentario con la estupenda Esperanza Aguirre, en sus tiempos ministra del ramo, ése fue su argumento estrella cuando le planteé una interpelación parlamentaria. Al final, los antitaurinos seremos enemigos de la biodiversidad.
Cuentos aparte, el globo sonda de la ministra y la decisión del Ayuntamiento de Barcelona caminan en la misma dirección, aunque probablemente con éxitos dispares: una lenta pero progresiva idea de que los toros no son presentables en pleno siglo XXI. Es evidente que hay muchos intereses económicos detrás de este mundo, que algunos son tan poderosos que incluso cuentan con parlamentarios europeos que actúan, exclusivamente, como lobby taurino. Es evidente, también, que el día que no existan las corridas desaparecerá un aspecto fundamental de la España cañí, mitificada con la memoria goyesca. Y hasta es evidente que los programas del corazón tendrán que inventarse personajes aún más pintorescos, melodramáticos y freakes que los toreros que pueblan sus platós. Pero también me parece claro que el debate taurino caerá por su propio peso, que es transversal y cada vez más común, y que incluso estos aggiornamentos de la pura civilización acaban teniendo su hora. Por supuesto, plantearse la opción portuguesa, donde al toro se le masacra igual y sólo se evita la escena final de muerte a la sensible audiencia, me parece una grotesca estafa. Pero también es cierto que el tema taurino es un tabú para la clase política, que la ministra ha demostrado dosis ingentes de valentía, que se ha metido en un atolladero complejo y que todas las fuerzas taurinas, las visibles y las invisibles, ya están trabajando a destajo en su contra. En Barcelona veremos el final de la Monumental. En Madrid tardaremos algo más, pero no dudo de que ese momento llegará. Las corridas de toros son una honda indignidad, representan el sentir más primario e incivilizado de nuestro sentir colectivo, son pura adrenalina del macho jurásico enfrentado a un pobre animal cuyo único destino es agonizar entre tortura y sangre. Un animal noble, pacífico, tranquilo, enfrentado a una masa informe de gentes, convertidas en puro espectáculo de la miseria humana, vociferando su alegría ante la muerte. ¿Hay algo peor que el ser humano, cuando se convierte en masa, masa cruel e impía? Y, ¿hay algo más humano que la mirada de ese animal moribundo, proyectando al mundo su dolor y su desconcierto?
Sólo vislumbro un futuro sin corridas de toros. No creo que ningún pueblo sea incapaz de mejorar en dignidad, en respeto, en convivencia, en civilidad. Incluso, más allá de sus tradiciones, de su memoria histórica, de los trazos gruesos de su cultura. Y las corridas de toros son indignas, se basan en la falta más absoluta de respeto a la vida, atentan a los valores de la convivencia y son un producto primario de la incivilidad. Son lo que fuimos, portadores de un denso pasado, pero no son lo que debemos aspirar a ser, no pueden formar parte del futuro. Por todas las razones dichas y por otra fundamental: porque aprender a amar a los animales es aprender a amarnos. Torturarlos, despreciarlos y herirlos sólo nos da la medida de nuestra propia miseria. La tortura contra los animales no habla de ellos, habla de nosotros y de nuestra derrota como seres humanos.
www.pilarrahola.com
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