La memoria oculta
Lo que queda de legislatura se va a centrar en dos cuestiones cruciales, vinculadas entre sí por el protagonismo público de las víctimas. La más urgente y concreta es el hoy encallado proceso de finalización de la violencia, y la otra cuestión, más metafísica o abstracta, es el debate sobre la reconstrucción de nuestra memoria histórica, que por fin acaba de iniciar su tramitación parlamentaria tras muchas vacilaciones gubernamentales. Es en estos dos procesos donde el presidente Zapatero se juega su posible reelección. Pero como se trata de problemas de difícil solución, la derecha ha optado por hacerla imposible, a fin de explotar la debilidad del Gobierno. Y para ello instrumenta a las víctimas de dos formas diametralmente opuestas. En el debate del llamado proceso de paz, el PP sacraliza a las víctimas del terrorismo reivindicando sus derechos para obstruir la negociación política. Mientras que en el debate sobre la memoria histórica hace justo al revés: se desinteresa de las víctimas del franquismo negándose a reparar sus derechos en defensa del espíritu de la Transición. Pero al hacerlo así, la derecha no sólo busca su lógico objetivo de debilitar al Gobierno, sino que tiene además otra intención oculta, dado su origen histórico como sucesora y heredera de la dictadura franquista.
El espíritu del proyecto de ley sobre la reparación de las víctimas del franquismo pretende compensar una injusticia histórica. Acabada la Guerra Civil, el régimen franquista instrumentó una doble política de la memoria: de un lado persiguió con saña y alevosía a todos los españoles comprometidos con el bando vencido, expropiando, encarcelando y en muchos casos ejecutando a dirigentes responsables y al personal anónimo, así como a sus familiares, a fin de excluirlos para siempre de la memoria pública de los españoles. Pero además de ejecutar semejante política de la venganza, el franquismo también ensalzó y sacralizó a todas las víctimas de su propio bando vencedor, elevándolos a los altares como caídos en la cruzada por Dios y por la patria. Pues bien, la nueva ley inspirada por el presidente Zapatero se propone corregir esa política de la memoria pero sólo en este segundo aspecto. No pretende en absoluto iniciar una vengativa persecución contra los verdugos franquistas, sino que tan sólo intenta rehabilitar la memoria de sus víctimas, devolviéndoles la dignidad de españoles de pleno derecho que el franquismo les arrebató. Lo cual implica ensalzarles y sacralizarles en tanto que víctimas de la guerra y la posguerra en pie de igualdad con los demás caídos por la patria.
Ahora bien, para reconstruir la memoria pública de una comunidad política, fracturada y dividida por un cruento conflicto civil, no basta con rehabilitar moralmente a las víctimas. Además de devolverles su dignidad perdida, también hay que hacerles justicia, pues sin ello la memoria pública resulta desequilibrada, frustrada y fallida.
Lo cual bien puede hacerse por vía jurídica, como reclama la izquierda republicana, anulando los juicios sumarísimos que les condenaron injustamente. Y si esto no conviene hacerlo, porque supondría romper con la lógica reformista de la Transición, introduciendo una peligrosa inseguridad jurídica, entonces habrá que hacer justicia por vía política, robusteciendo con plenos poderes a la comisión parlamentaria de investigación y rehabilitación de las víctimas. Fue lo que se hizo en Suráfrica con aquella Comisión de la Verdad que tomó declaración tanto a víctimas como a verdugos, para que la confesión pública de éstos permitiese reparar la ofensa sufrida por aquéllas. Pues en definitiva, y dicho sea en términos generales o abstractos, para que la política de la memoria permita alcanzar algún día la reconciliación civil, hace falta que la memoria de las víctimas sea reparada con la recíproca memoria de sus verdugos, de tal forma que una y otra puedan reconocerse como tales elevando su voz en la esfera pública de debate.
Sin embargo, esto en la España actual es una utopía. Y no lo digo sólo porque Franco falleciese en la plenitud de su poder, abriendo un proceso de transición continuista que acabó por convalidar ex post la legitimidad sobrevenida de su ordenamiento jurídico, sino porque la derecha sociológica española, cómplice como fue de los crímenes de la dictadura franquista, jamás lo reconocerá en público así, y por tanto nunca podrá haber aquí verdadera reconciliación civil entre los herederos de víctimas y verdugos. A su propia escala, el régimen de Franco fue tan criminal e injusto como el de Hitler en Alemania, o mejor dicho, como el de Petain en la Francia de Vichy, ya que no venció por sus propios medios sino con ayuda exterior. Como acaba de demostrar el historiador Götz Aly, el nazismo sobornó a los alemanes redistribuyendo entre ellos el botín de guerra (en cargos y bienes) expropiado a todos sus millones de víctimas. Y lo mismo hicieron Petain y Franco en Francia y España, consiguiendo así la aquiescencia y la colaboración de las clases medias y de la clase obrera superviviente.
No obstante, Hitler y Petain fueron derrotados por los aliados y tuvieron que abandonar el poder. En consecuencia, las memorias públicas de Alemania y Francia pasaron a estar presididas por la persecución de los verdugos, la condena de sus crímenes y la sacralización de sus víctimas. Pero en España no sucedió así. La dictadura criminal de Franco sobrevivió a la II Guerra Mundial, y aquí no hubo ningún vuelco de la memoria pública, que siguió dominada y controlada por los verdugos vencedores que excluían a sus víctimas vencidas con la complicidad de la clase media sobornada.
Aunque sí hubo un cambio de estilo muy significativo. A partir de 1945, la política de la memoria ejercida por el franquismo dio un giro hacia el encriptamiento, pasando a ocultar sus crímenes anteriores, de los que antes alardeaba con arrogancia, para encubrirlos en la clandestinidad. En privado, todo el mundo sabía quiénes eran los fusiladores y quiénes los beneficiarios del saqueo, que se habían lucrado con el botín de guerra en forma de bienes y cargos. Pero en público ya no se ostentaba ni se hacía alarde de ello. Al revés, se disimulaba para mantenerlo oculto, fingiendo una absoluta normalidad ciudadana. Así fue como durante treinta años se mantuvo en pie una comunidad incivil asentada sobre el crimen encubierto, el soborno cómplice y el cinismo político, que fingía no saber, pero lo sabía demasiado bien porque se beneficiaba de ello, que la paz de Franco era la paz del expolio, de los presidios y de los cementerios.
Ésa es la memoria oculta que habría que sacar a la luz, si queremos reconstruir nuestra memoria histórica para alcanzar la reconciliación civil. No tanto la memoria de las víctimas, ya bien conocida por las investigaciones históricas, como sobre todo la memoria de los verdugos y de sus cómplices encubridores, las clases medias y las derechas religiosas e institucionales que se lucraron colaborando con un régimen criminal. Ahora bien, lo malo es que esta memoria oculta de la derecha española es una memoria que se resiste a la confesión pública. Pues como se trata de una derecha católica, se cree absuelta con indulgencia tras su confesión privada. De ahí que no tenga necesidad de confesar en público su memoria culpable, y pueda desinteresarse de sus víctimas sin perder por ello su buena conciencia acomodaticia.
Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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