¿Dividido en dos o tres?
Si se observa el nuevo Parlamento mexicano, se advierte una división en tres partes de parecido porte. Analizando con detenimiento la demografía electoral parecería, en cambio, que es en dos: un Norte en camino de la modernización, cercano a los EE UU y globalizado; un Sur, más pobre, más indígena, más tradicional, más centroamericano. El primero ha votado por el actual presidente Felipe Calderón Hinojosa y quiere seguir adelante con el México de talante abierto que les dejaron la apertura comercial de Salinas y la legitimidad institucional de Ernesto Zedillo; el segundo acompañó a Andrés Manuel López Obrador y sueña, todavía, con el paternalismo estatal y caudillista. El PRI, el viejo partido que gobernó el país autoritariamente por 73 años, aparece fuera de esa polarización, ya no responde a la sociología sino estrictamente a su aparato político y por eso se reparte en uno y otro lado de la geografía, según el peso de sus líderes locales y maquinaria electoral.
De modo que México, ese enorme país con 106 millones de habitantes, que con orgullo exhibe el pasado precolombino de sus aztecas y mayas y muestra hoy un PBI parecido al de Brasil, tiene por delante un problema político serio a resolver. No hay duda que se ha democratizado, vive la alternancia de los partidos, la prensa es realmente libre, pero su gobernabilidad está en cuestión. El presidente Fox, el primer gobernante después de la hegemonía del PRI, sale del Gobierno con una buena imagen, pero no pudo con el Parlamento. Este país de tradición machista y autoritaria, no privilegia el pacto político, más bien lo condena como debilidad para el Gobierno que conceda y espúreo para la oposición que consienta. Cuando pacta, entonces, lo debe hacer por debajo de la mesa, como da la impresión que ocurrió cuando tomó posesión el nuevo presidente.
Los días previos habían sido fantasmales. Estábamos allí en la abrumadora Ciudad de México. Mientras Carlos Fuentes, hoy por hoy papa intelectual del país (después de compartir por años un disputado cardenalato laico con Octavio Paz), inauguraba el séptimo Foro Iberoamérica, los diputados del opositor PRD copaban la tribuna del Parlamento. Querían impedir que se realizara el acto oficial de "protesta" del nuevo presidente, mientras la televisión, en vivo y directo, mostraba al país -y tristemente al mundo- el incivil espectáculo. Los diputados oficialistas pugnaban a trompadas por reconquistar el espacio institucional que los otros les confiscaban en nombre de una acusación de fraude electoral sólo sustentada en que hubo una diferencia pequeña. En las noches, dormían por los rincones, en los días alternaban cabildeos con agresiones. La Latinoamérica primitiva se exhibía en su peor desnudez.
Al mismo tiempo, en aquel Foro de que hablamos, lo mejor de la región -y sin contar las estrellas peninsulares- trataba de razonar sobre la democracia y los desafíos de la globalidad: intelectuales como el citado Fuentes, Nélida Piñón, Julio Ortega, Héctor Aguilar Camín o Natalio Botana; políticos como Fernando Henrique Cardoso o Ricardo Lagos; líderes de comunicación como Joao Roberto Marinho, Héctor Magneto, José Claudio Escribano o Gustavo Cisneros; empresarios como Carlos Slim, magnate mundial de la telefonía; economistas como José Angel Gurría o Pedro Pablo Kuczynski... Abriendo los debates, había dicho Carlos Fuentes: "Hemos visto en estos seis años que no hay globalidad que valga sin localidad que sirva. No hay mercado local sin mercado global". Fernando Henrique, a su vez, nos alertaba sobre las "utopías regresivas" que nos asedian, retomando el histórico concepto de Octavio: "El que monta un burro no cree en las utopías ni en las ideologías. Cree en el cielo y en el infierno. La utopía es la enfermedad de los intelectuales".
Después del sainete parlamentario, no ocurrió demasiado. En una imaginativa improvisación, Fox entregó el poder a Calderón a la cero hora del 1 de diciembre, en Los Pinos, la faraónica residencia oficial que aún recuerda las presidencias monárquicas; y al día siguiente, sorpresivamente, entraron ambos presidentes al Congreso, traspasaron la simbólica banda y en cinco minutos se fueron, cumplido el ritual necesario. Nadie habló de pacto, pero ojalá haya sido todo acordado y sea el comienzo de algo menos crispado.
Volviendo a la actualidad, el desafío de Calderón es tan nítido como difícil, pues debe intentar la disminución de la brecha de pobreza para superar ese país partido por la desigualdad. (Ya lo ha intentado, y sus primeros pasos procuran montarse encima de la misma baldosa del discurso de su oponente). Para lograrlo, no hay duda que son necesarias activas políticas sociales y sobre todo una fiscalidad moderna y efectiva (con un exiguo 11% de presión tributaria sobre el PBI, nadie puede hablar de redistribución social). Todo lo cual requiere, entonces, de un Congreso que entienda y una sociedad que no incendie las calles con protestas. Lo primero se observa posible acordando con el PRI, que lucha por su sobrevivencia y que, con un liderazgo renovado, tiene serias posibilidades siempre que afirme su poder en los Estados donde gobierna, conviviendo en paz con el Gobierno central. El clima de paz callejera refiere a la otra relación, entre el presidente y Manuel López Obrador, el carismático líder opositor, que con discurso populista se endulzó regalonamente con las encuestas favorables a lo largo de la campaña electoral, para perder sobre el final. Sus respectivos partidos asumen la necesidad del acuerdo. Aún en plena trifulca era lo que oíamos -en el diálogo personal- de sus portavoces principales. Los oficialistas saben que la paz les es necesaria y que hay que pagarla. Los opositores reconocen, a su vez, que el radicalismo postelectoral ya no consulta a una opinión pública ansiosa de respuestas y que empieza a creer que ellos eran el "peligro para México" con que amenazaba Calderón en su prédica.
Como dice uno de los personajes de La Silla del Aguila, la luminosa novela de Carlos Fuentes sobre el poder, "la política es la actuación pública de pasiones privadas...". La cuestión, he allí la cuestión entonces...Calderón es político de intensa práctica, a diferencia de Fox, que venía de la empresa. Pero es muy joven, ha ganado a esfuerzo personal y su sangre vibra con la natural pasión del hijo de su sola lucha. Andrés Manuel también es político, salido de las entrañas del viejo PRI, pero tuvo el sueño presidencial demasiado cerca y la serenidad le llegará de a poco. Aquél necesita paz para gobernar, este otro mantener viva su alternativa para 2012. En ese espacio virtual de la política es donde empiezan a coincidir los intereses. Ojalá logren superar a las pasiones.
Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay, es abogado y periodista.
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